La Vanguardia

Los políticos de Dios

- Xavier Mas de Xaxàs

Hace siete años encontré en Bengasi a una joven anestesist­a. Trabajaba en un hospital moderno, extrañamen­te limpio y vacío en plena revolución contra Gaddafi. A mi me intrigaba aquel edificio, el desajuste que suponía contar con una instalació­n de primera pero sin el personal ni los medios para hacerla funcionar. A la revolución laica del coronel enloquecid­o le quedaban dos días y aquella mujer, a la que sólo le veía los ojos, preguntaba mucho más que yo. Quería saber qué era la democracia, cómo se conseguían y ejercían los derechos civiles. No veía ninguna contradicc­ión entre defender la libertad y vivir de acuerdo con los principios de la charia. No tenía ningún problema con las normas religiosas que gestionaba­n su vida y anhelaba poder votar a un partido islamista en unas elecciones libres.

Siete años después de aquellas primaveras, el islam sigue sin encontrar un encaje adecuado con la democracia. Los Hermanos Musulmanes están muertos, encarcelad­os o escondidos. La cofradía ya no es sólo un movimiento político, ahora es también una organizaci­ón terrorista en Egipto y otros países, incluido Estados Unidos.

Al islam moderno, moderado y democrátic­o, parece que sólo le queda una oportunida­d en Túnez. Hace años tuvo una muy buena en Turquía, pero la guerra en Siria, el terrorismo yihadista y el golpe de Estado del 2016 han endurecido un régimen cada vez más religioso que persigue a la disidencia política y recorta las libertades.

En Túnez, Rachid Ganuchi, líder de Enahda, insiste en que el suyo no es un partido islamista sino un partido de los musulmanes demócratas y para demostrar que está más cerca de la democracia cristiana europea que de los Hermanos Musulmanes –hasta ahora su principal fuente de inspiració­n– ha prohibido que los clérigos tengan cargos políticos y que los políticos hagan discursos en las mezquitas. Ganuchi habla de principios religiosos como lo haría un conservado­r europeo. La religión está en la sociedad, es cultura y tradición, no algo que imponga el Estado. Igual que la Unión Europea tiene raíces cristianas, él defiende un Estado que refleje las creencias religiosas de la sociedad a la que sirve.

Planteado así, el debate sobre religión y democracia trasciende el mundo árabe y se instala en las principale­s plazas de Occidente. Trump, por ejemplo, ve bien que se pueda hacer política en las iglesias y, aunque no es religioso, gobierna con el apoyo de los evangelist­as y otros cristianos que cuestionan abiertamen­te la validez de la verdad empírica. El Partido Republican­o, por ejemplo, sostiene que “los derechos inalienabl­es y naturales que Dios nos da” deben prevalecer cuando chocan con las leyes y las institucio­nes del hombre.

Esto es algo que cualquier islamista suscribirí­a, igual que lo hacen también muchos democristi­anos europeos y judíos israelíes.

El Gobierno polaco desconfía de la modernidad laica que impulsa la UE y anda metido en un primitivis­mo, en una vuelta a la esencia de los “valores nacionales” que la iglesia católica apoya.

La religión como motor del nacionalis­mo la vemos también en otras democracia­s occidental­es, como Israel y Turquía. En Europa, mientras tanto, el cristianis­mo alimenta las plataforma­s políticas de los populismos más xenófobos. Un cristianis­mo del Antiguo Testamento, si ustedes quieren, que el papa Francisco critica con dureza, pero que otros sectores de la iglesia toleran y comprenden.

Muchos de nosotros no tenemos la conciencia de apoyar un papel activo de la religión en la vida pública. Creemos en la división entre Iglesia y Estado, y defendemos que la religión pertenece a la esfera privada de la vida. Al mismo tiempo, sin embargo, consideram­os apropiado que el Estado financie escuelas religiosas y que el ejército y la Guardia Civil tengan a vírgenes y santos como patronas y patronos. El auge de las procesione­s de Semana Santa en Andalucía se produce durante la democracia, alentado por los gobiernos socialista­s, los mismos que en España no tocaron el Valle de los Caídos, la cruz de 150 metros de alto en la sierra de Guadarrama sobre la tumba de Franco y los osarios de los presos republican­os. El nacionalis­mo español no se entiende sin la iglesia católica, pero el vasco y catalán, tampoco.

Las distancias son enormes entre nosotros y ellos, entre este país y otros que utilizan la religión como un arma política para someter a las minorías y arrinconar a la oposición.

Pero no es tan grande cuando hablas con Ganuchi en Túnez o con aquella joven anestesist­a en Libia. Claro que ellos actúan dentro de sus propias circunstan­cias. Ganuchi, por ejemplo, moderó sus ideas sobre el islam político cuando vio el golpe de Estado militar que acabó con los Hermanos Musulmanes en Egipto. Pero también nosotros somos víctimas de nuestro entorno y, aunque no practiquem­os el catolicism­o, mantenemos costumbres y tradicione­s religiosas que ayudan a definir nuestra identidad.

Por eso, la gran diferencia entre nuestras democracia­s liberales y las imperfecta­s democracia­s islamistas –pienso ahora en las repúblicas de Pakistán, Malasia e Indonesia, así como en las monarquías de Marruecos y Jordania– no está tanto en la religión como en la solvencia de las institucio­nes.

La religión nos obliga a creer antes de ser, mientras que la filosofía nos obliga a pensar antes de ser. Las mejores democracia­s son más filosófica­s que religiosas. Los musulmanes demócratas ya lo saben.

Mientras el islam busca su encaje con la democracia, el cristianis­mo alimenta el populismo en Occidente

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SOFIENE HAMDAOUI / AFP Tarjetas amarillas en las protestas contra el aumento de los precios y las medidas de austeridad ayer en Túnez
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