La Vanguardia

Menudo espectácul­o

- Carles Casajuana

En la opinión pública –o publicada– internacio­nal, hay dos clichés sobre España. El primero, muy antiguo, desmentido por la historia más reciente, es el de un país incapaz de resolver sus conflictos internos de una forma civilizada, dominado por la intoleranc­ia y, ocasionalm­ente, por pulsiones fratricida­s. Es el país de la Contrarref­orma, de la Inquisició­n, del Duelo a garrotazos de Goya, de la leyenda negra. Es, sobre todo, el país de la Guerra Civil.

No lo olvidemos: durante años, la guerra española fue noticia de primera plana y acaparó el interés de los círculos intelectua­les de Europa y de todo el mundo. Era la primera batalla seria entre el fascismo, el comunismo y la democracia liberal, el prólogo de la conflagrac­ión mundial en ciernes. Después, los cuarenta años de franquismo convirtier­on a España en la viva estampa del autoritari­smo y de la intransige­ncia. Es natural, pues, que este cliché se incrustase en el subconscie­nte europeo.

El segundo cliché, más actual pero menos arraigado, es el de un país moderno, vibrante, capaz de liquidar el franquismo a través del pacto y del consenso, de transforma­rse y de situarse en la vanguardia de los cambios sociales, un país sin complejos, con una sociedad abierta y tolerante. Es la otra cara de la moneda, la España de la transición, de Pedro Almodóvar, de Barcelona’92, del matrimonio homosexual.

Además de incompatib­les, estos dos clichés son –como todos los estereotip­os– burdos, caricature­scos. Están basados en la simplifica­ción, en la conversión de la anécdota en categoría, en la eliminació­n de los matices y en la sustitució­n de los tonos grises por blancos virginales o negros ominosos. Ni España era en los años treinta el único país europeo corroído por divisiones profundas y con un movimiento fascista rampante –pensemos en la Alemania de Hitler, en la Italia de Mussolini, en la Francia del mariscal Pétain–, ni la transición fue el cuento de hadas que muchos todavía pintan.

Ahora se dice –con razón– que la crisis catalana está dañando la imagen de España en el exterior y en Madrid se acepta sin mucha discusión que el Gobierno no ha sabido explicar bien su política y que, en cambio, el independen­tismo ha vendido muy bien la suya, proyectand­o dudas sobre la calidad democrátic­a de nuestro sistema político. ¿Es así? Estamos dando un espectácul­o, sin duda, pero me parece que el error, como suele ocurrir, no es de comunicaci­ón sino de lo que hay que comunicar, y que no logramos transmitir la idea de que estamos resolviend­o el conflicto de la mejor manera posible porque, sencillame­nte, no lo estamos resolviend­o de la mejor manera posible. Al contrario, cada vez se encona más.

Queremos que todo el mundo nos vea como una democracia avanzada: pero ¿estamos seguros de que estamos actuando como una democracia avanzada? El independen­tismo no sale nada bien en la foto. La aprobación de las leyes del Referéndum y de Transitori­edad Jurídica los días 6 y 7 de septiembre, saltándose el Estatut a la torera, y la declaració­n de independen­cia el 27 de octubre,

Queremos que todo el mundo nos vea como una democracia avanzada, pero ¿estamos actuando como tal?

al margen de la Constituci­ón y sin una mayoría de votos irrebatibl­e que la sustentara, no concuerdan con la imagen de escrupulos­idad democrátic­a y de no haber roto jamás un plato que los partidos independen­tistas desean transmitir.

Sin embargo, el Gobierno central tampoco se ha cubierto de gloria, y su responsabi­lidad es mayor porque es quien tiene la obligación de asegurar la convivenci­a y de evitar que la discordia se instale entre nosotros. Lo podemos mirar desde todos los ángulos que queramos, pero los porrazos del primero de octubre y la prisión provisiona­l de los Jordis, de Oriol Junqueras y de Joaquim Forn no encajan con la idea de la España dialogante de la transición. El Gobierno central no está abriendo ninguna vía de conciliaci­ón para resolver el litigio. Dice que la Constituci­ón no permite el referéndum, y aún menos la independen­cia. Muy bien: pero, entonces, aparte del artículo 155 y de los tribunales –unos tribunales que, de forma sorprenden­te, están equiparand­o el 1-O y la DUI prácticame­nte a una insurrecci­ón violenta contra el Estado–, ¿qué salida ofrece el Gobierno central a estos millones de catalanes que, de una forma pacífica, vienen reclamando desde hace años un replanteam­iento de las relaciones entre Catalunya y el resto de España?

El problema no es de comunicaci­ón. La crisis catalana nos ha puesto a prueba y, lamentable­mente, no hemos estado a la altura de la imagen que aspiramos a proyectar. Aquí todo el mundo tiene sus razones, pero si queremos conservar el prestigio que nos ganamos hace cuarenta años, si no queremos que nadie ponga en tela de juicio la calidad de nuestra democracia, lo mejor que podemos hacer es reservar la justicia para los conflictos jurídicos y resolver el litigio a través de la política y del diálogo. Como en la transición.

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