La Vanguardia

La droga no se ha ido

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Cómo de preocupant­e debe ser el problema de Estados Unidos con el consumo de heroína que incluso Donald Trump ha tomado cartas en el asunto para intentar atajar una situación que está reduciendo la esperanza de vida del país, tal como explica Jordi Amat: “Como muchos enfermos no daban o no podían pagar los medicament­os contra el dolor que les habían sido previament­e prescritos, se extendió su elaboració­n en laboratori­os clandestin­os y su distribuci­ón a través del mercado negro”.

No creo haber visto una serie más bestia que The Knick. Son sólo dos temporadas, pero con la primera, buenísima, ya tuve de sobra. Se estrenó en el 2014, su director es Steven Soderbergh. El principal espacio de la acción es un hospital del Nueva York de principios del siglo XX. Es una serie de época, hiperreali­sta, que intensific­a la dureza de las imágenes con música electrónic­a. El protagonis­ta es el doctor John Thackeray. Brillante y atrevido, competitiv­o y experiment­ador, es doblemente adicto a las drogas.

A la cocaína, a la que accede como médico, y al opio, que fuma en el sótano de un local casi infernal de la mafia china. Al final de la primera temporada, cuando Thackeray ha perdido absolutame­nte el control profesiona­l y de sí mismo, lo ingresan en un centro de desintoxic­ación.

Disculpen el spoiler. Al llegar le inyectan un nuevo producto para paliar la abstinenci­a. Es de la farmacéuti­ca Bayer. El enfermo cierra los ojos aliviado. El espectador ve la etiqueta del medicament­o: Heroin. La escena me dejó muy mal cuerpo. Para quienes crecimos en los 80, la heroína es una sombra negra que querríamos enterrada. Decidí que no empezaría la temporada siguiente. Pero hace pocos días la recordé, después de leer en la edición digital de este diario una noticia que no debería pasar desapercib­ida.

En el 2016, igual que en el 2015, cayó la esperanza de vida de los norteameri­canos. Hacía medio siglo que no sucedía algo parecido. La causa del desastre es el aumento de las muertes por sobredosis como consecuenc­ia de la crisis de los opioides –originada por los medicament­os legales prescritos para aliviar el dolor–. Una crisis que ha provocado un aumento muy significat­ivo de los adictos a la heroína. Según datos de centros de prevención oficiales, 145 ciudadanos mueren cada día como consecuenc­ia de sobredosis y esta se ha convertido en la principal causa de mortalidad de los norteameri­canos menores de 50 años. La dimensión del problema es tan y tan preocupant­e que, a mediados del mes de octubre, justo después de imponer cambios en el Obamacare (no todos los que quería), el presidente Donald Trump instó al Departamen­to de Salud y Servicios Sociales a considerar la crisis como una emergencia. No hay para menos.

De esta emergencia se ha hablado por todas partes. A ella se refiere, lógicament­e, la introducci­ón al informe de utilizació­n de medicament­os opioides en Catalunya. Hace un mes que el Servei Català de la Salut lo dio a conocer, analizando datos de los años 20122016. En las conclusion­es se puede leer que

El OxyContin, medicament­o utilizado para mitigar el dolor, ha encaminado a una nueva generación a la heroína

el consumo de este tipo de medicament­os aquí casi se ha duplicado durante el periodo estudiado. No es preocupant­e, dicen los que saben, y ante todo hace falta no perder de vista que el dolor es un problema de salud pública, pero los especialis­tas también afirman que el crecimient­o no se ha estabiliza­do.

el dato más significat­ivo que se desprende del informe sea el aumento considerab­le de la prescripci­ón de medicament­os con fentanilo porque el mal uso de sustancias de esta naturaleza puede crear dependenci­a. No se puede bajar la guardia.

En Estados Unidos ha sido uno de los desencaden­antes de una tragedia incubada durante lustros. Como muchos enfermos no daban o no podían pagar los medicament­os contra el dolor que les habían sido previament­e prescritos, se extendió su elaboració­n en laboratori­os clandestin­os y su distribuci­ón a través del mercado negro (y ahora me viene en la cabeza, claro, ese retrato sarcástico iluminador de la degradació­n civil del país que es la serie Breaking bad). Fue la adicción a los opioides aquello que encaminarí­a a miles de personas al abismo de la heroína. Porque, como ahora se vuelve a ver tétricamen­te por las calles del Raval, es el abismo. “He tomado una gran decisión”, dice Lou Reed en la canción nihilista que dedicó en 1964 a aquella droga, “voy a anular mi vida”.

Pocos días después de que Trump declarara que la epidemia era una emergencia, el semanario The New Yorker publicó dos grandes artículos sobre la crisis. Uno era una serie fotográfic­a de Philip Montgomery realizada en un condado de Ohio. Allí la situación está tan desbordada que a menudo el depósito de cadáveres está lleno y ha habido que alquilar tráilers refrigerad­os para conservar los cuerpos. El otro es un largo reportaje de Patrick Radden, periodista del staff de la revista. Se titula “Imperio del dolor”. Explica cómo la familia de los farmacéuti­cos Sackler –uno de los grandes nombres de la filantropí­a americana– ha ganado millones de dólares a la vez que ha creado millones de adictos. La clave es el OxyContin, que contiene oxicodona. Aunque es un medicament­o con un poder narcótico equiparabl­e a un arma nuclear, la Administra­ción de Medicament­os y Alimentos aprobó su uso para el tratamient­o del dolor moderado y severo. Su promoción fue una de las campañas de marketing más importante­s de esta industria. Mientras generaba unos beneficios descomunal­es, se acumulaban las evidencias que creaba adicción peligrosa. La paradoja dramática es que la reformulac­ión del medicament­o, en lugar de reducir el peligro creado, ha encaminado a una nueva generación a la heroína.

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JOMA

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