La Vanguardia

El lector expone

Turistas en el Carmel

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Hace 25 años un turista alemán apareció en la tasca que tenía mi familia en el barrio del Carmel. Quizás este fue el primero que se atrevió a subir hacia la montaña para ver si había algo interesant­e. Con un castellano aceptable pidió una cerveza, a la que mi padre acompañó con un plato de aceitunas que el maldito saboreaba como si fuera caviar Beluga.

El hombre empezó a entablar conversaci­ón con los lugareños, que le explicaban entusiasma­dos cómo se produce el aceite, quién era Juanito Valderrama, etcétera. El charcutero le trajo un papel lleno de embutido para que lo probara y mi padre le puso unos vinos de la barrica.

El hombre, a pesar de los golpes de compadreo en la espalda, no salía del trance. Casi hechizado por el chorizo y el Moriles, el alemán tenía una expresión en la cara de estar viviendo la experienci­a más grande de su vida. Al despedirse sacó una cámara de fotos y pidió que le retratasen junto a mi padre. A los meses llegó un sobre con una copia de la foto en el interior y una carta agradecien­do ese rato de autenticid­ad, de verdad, de satisfacci­ón por lo genuino, que al fin y al cabo es lo que todos buscamos en un viaje.

Hoy el Carmel lucha para no ser otra Barcelonet­a, Raval o Born y a duras penas lo consigue. Devorados por el Park Güell y las baterías antiaéreas, los vecinos apenas pueden subir en los escasos autobuses llenos de turistas, se han quedado sin aparcamien­to para sus coches y sin comercio de toda la vida. Víctimas, sin quererlo, del turismo al que un día muchos abrazaron y que ahora les ahoga sin piedad.

SALVADOR MONTILLA

Barcelona

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