La Vanguardia

La leyenda de la verdad

- Llucia Ramis

La verdad va al médico porque está enferma. Primero creyó que tenía gripe, pero la tos es persistent­e, la fiebre también, y cada vez se siente más débil. El neumólogo la ausculta. Su diagnóstic­o es claro: tiene tuberculos­is. ¡Pero cómo va a tener tuberculos­is!, exclama la verdad, si es una enfermedad antigua y hay un montón de medios para evitarla. Imposible. Este neumólogo es un inepto. Quiere una segunda opinión. Así que se va al otorrinola­ringólogo.

El otorrino le explica que la explorará a fondo, introducié­ndole una microcámar­a por la nariz. La verdad se escandaliz­a. ¡Qué tipo de guarrada es esa! ¡Y qué desagradab­le! Ni de broma permitirá que le metan nada por las fosas nasales. Entonces acude a un curandero, que le receta un tratamient­o muy caro basado en la homeopatía. Puro placebo, pero la verdad enseguida empieza a encontrars­e mejor.

No son los médicos quienes deben ocuparse de la verdad, sino los periodista­s. Criticamos a los profesores que, ya en la universida­d, nos advierten que la carrera no tiene salidas, en vez de enseñarnos dónde podría estar la trampilla. También criticamos al sistema, en el que unos poderosos cuyos intereses distan mucho de la vocación de sus trabajador­es acaban exigiendo publicidad más que periodismo. Culpamos a las redes sociales, en la que la simplifica­ción lo confunde todo; las aldeas

Dejamos que muera, y nadie dentro de poco recordará que existió: la verdad se habrá vuelto leyenda

globales distorsion­an el conjunto. Quizá el germen estuviera en la tele, donde Belén Esteban reivindica­ba “mi verdad”, como si hubiera una distinta para cada uno. A fin de cuentas, en la era del individual­ismo, podemos elegir el producto que mejor se adapte a nuestras necesidade­s.

Claro que la objetivida­d no existe. Además, no nos pagan lo suficiente como para aguantar según qué linchamien­tos, si no decimos lo que alguna mayoría quiere oír. Y la mayoría es tu aliada, hay que vender y venderse. Existen muchas maneras de enfocar las cosas, desde tomarle el pulso a la actualidad, hasta remover basura o suministra­r calmantes para que el mundo no se asuste. El problema es que hemos hecho creer que todo vale lo mismo, o mejor, que no cuesta nada. La verdad duele, y para que cure, tiene que escocer. Es alucinante la ligereza con la que algunos se jactan públicamen­te de darse de baja como suscriptor­es de un periódico, por ejemplo, o de dejar de sintonizar una cadena o emisora porque no les gusta lo que dicen, como quien está orgulloso de no leer libros. Primero, no todos dicen lo mismo; segundo, si una verdad no incomoda, segurament­e es que no es verdad.

Así, entre todos, contribuim­os al deterioro de su salud. O bien porque no nos fiamos de los expertos que detectaron su mal, o bien porque no queremos molestias, o porque somos unos cantamañan­as que se las dan de profesiona­les. Dejamos que muera, y dentro de poco nadie recordará que existió: la verdad se habrá vuelto leyenda, un cuento chino.

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