La leyenda de la verdad
La verdad va al médico porque está enferma. Primero creyó que tenía gripe, pero la tos es persistente, la fiebre también, y cada vez se siente más débil. El neumólogo la ausculta. Su diagnóstico es claro: tiene tuberculosis. ¡Pero cómo va a tener tuberculosis!, exclama la verdad, si es una enfermedad antigua y hay un montón de medios para evitarla. Imposible. Este neumólogo es un inepto. Quiere una segunda opinión. Así que se va al otorrinolaringólogo.
El otorrino le explica que la explorará a fondo, introduciéndole una microcámara por la nariz. La verdad se escandaliza. ¡Qué tipo de guarrada es esa! ¡Y qué desagradable! Ni de broma permitirá que le metan nada por las fosas nasales. Entonces acude a un curandero, que le receta un tratamiento muy caro basado en la homeopatía. Puro placebo, pero la verdad enseguida empieza a encontrarse mejor.
No son los médicos quienes deben ocuparse de la verdad, sino los periodistas. Criticamos a los profesores que, ya en la universidad, nos advierten que la carrera no tiene salidas, en vez de enseñarnos dónde podría estar la trampilla. También criticamos al sistema, en el que unos poderosos cuyos intereses distan mucho de la vocación de sus trabajadores acaban exigiendo publicidad más que periodismo. Culpamos a las redes sociales, en la que la simplificación lo confunde todo; las aldeas
Dejamos que muera, y nadie dentro de poco recordará que existió: la verdad se habrá vuelto leyenda
globales distorsionan el conjunto. Quizá el germen estuviera en la tele, donde Belén Esteban reivindicaba “mi verdad”, como si hubiera una distinta para cada uno. A fin de cuentas, en la era del individualismo, podemos elegir el producto que mejor se adapte a nuestras necesidades.
Claro que la objetividad no existe. Además, no nos pagan lo suficiente como para aguantar según qué linchamientos, si no decimos lo que alguna mayoría quiere oír. Y la mayoría es tu aliada, hay que vender y venderse. Existen muchas maneras de enfocar las cosas, desde tomarle el pulso a la actualidad, hasta remover basura o suministrar calmantes para que el mundo no se asuste. El problema es que hemos hecho creer que todo vale lo mismo, o mejor, que no cuesta nada. La verdad duele, y para que cure, tiene que escocer. Es alucinante la ligereza con la que algunos se jactan públicamente de darse de baja como suscriptores de un periódico, por ejemplo, o de dejar de sintonizar una cadena o emisora porque no les gusta lo que dicen, como quien está orgulloso de no leer libros. Primero, no todos dicen lo mismo; segundo, si una verdad no incomoda, seguramente es que no es verdad.
Así, entre todos, contribuimos al deterioro de su salud. O bien porque no nos fiamos de los expertos que detectaron su mal, o bien porque no queremos molestias, o porque somos unos cantamañanas que se las dan de profesionales. Dejamos que muera, y dentro de poco nadie recordará que existió: la verdad se habrá vuelto leyenda, un cuento chino.