La Vanguardia

Así que pasen cien años

- editor D. FERNÁNDEZ, Daniel Fernández

Melquíades es un gitano, que habla castellano y conoce el sánscrito, que intuimos es su lengua original. No sabemos su edad, aunque sí que por el mes de marzo aparece en Macondo cada año con un nuevo invento o algún objeto asombroso. Es el hombre de los descubrimi­entos y las magias, el que conoce el mundo exterior y sus complejida­des. Melquíades, que nos ayudará transitar los vericuetos y peripecias de la saga de los Buendía en Cien años de soledad, la novela inmortal de Gabriel García Márquez, no es precisamen­te inmortal, porque fallecerá de fiebre en los médanos de Singapur. Pero luego, como fantasma o como aparición, ahí estará, escribiend­o unos pergaminos que al final darán la clave del destino de la familia. Melquíades es la voz que augura el porvenir y explica las sombras del pasado. También es el que volvió de entre los muertos porque se le hacía larga y aburrida y pesada la soledad. Melquíades nos dejará proféticam­ente al primero de la estirpe de los Buendía agonizando amarrado a un árbol, mientras que al último, el único hijo de un amor que se creía verdadero, lo devorarán las hormigas. Hay que volver a leer Cien años de soledad y comprender sus claves, más allá del llamado realismo mágico, para entender nuestra realidad de hoy, que también va a necesitar cien años de explicació­n y profecía.

García Márquez regresó a Aracataca en 1952 junto con su madre. Y allí le vino la inspiració­n de lo que acabó siendo una novela más grande que cualquier realidad e historia familiar. Nosotros, ahora, inmersos en Aramatraca, también vivimos en un Macondo donde el olvido y la confusión es ya epidemia, como en la novela. Y esperamos que Melquíades, tal vez, nos cure, como lo hizo en el relato del colombiano. Se dice que García Márquez tenía un título para su novela, que era La casa, pero no lo usó por respeto a su amigo y colega Álvaro Cepeda Samudio, que en 1954 había dado a imprenta La casa grande (ya ven que Artur Mas no tenía la exclusiva de la imagen). De forma similar, entre los diecisiete hijos del coronel Aureliano Buendía (que se quiso suicidar de un disparo en el pecho, pero falló porque un médico le engañó sobre dónde convenía dispararse) hay personajes como Aureliano Triste, el de la fábrica de hielo, que dejo a la imaginació­n del lector que busque su correlato en nuestra Macondo actual. Por no hablar de Aureliano Babilonia, que renuncia a su apellido porque en los manuscrito­s de Melquíades ha descubiert­o su auténtico nombre y linaje y que acaba amancebado con Amaranta Úrsula, que llega de Bruselas (¡nada menos!) para abandonar a su marido Gastón y concebir un vástago que la hace morir desangrada en el parto para ser, al final, ese niño pasto de las hormigas y portador de una cola de cerdo, antes de que un huracán se lleve a Macondo y sus fantasmas, sople sobre los vivos y los muertos y los deje fuera del mundo y del recuerdo, “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunida­d sobre la tierra”…

Hoy, a horas de conocer la sentencia sobre el caso Palau, con Mas dimitido y Mundó vuelto a su bufete y Junqueras y otros tres en la cárcel y Puigdemont y su coro en Bruselas, mientras los Pujol curan neumonías e incuban su desaparici­ón o su regreso, que nunca se sabe, precisaría­mos de un talento literario como el del Nobel colombiano para explicarno­s estos años últimos y las décadas anteriores. Con secundario­s maravillos­os como Rull y Turull y Rovira, capaces de robarse ellos solos la función, el santo y su peana. Incestos y soledades, guerras civiles y venganzas, envidias y conjuras. Catalunya, como Macondo, se ha cerrado en sí misma y atiende únicamente a sus ensoñacion­es, mientras crece la marabunta y nuestros Buendía no encuentran una Pilar Ternera que los aconseje y guíe para descansar al fin, tras más de cien años, sentada en su mecedora. Claro que había tenido que aguantar al bueno del coronel, que participó en treinta y dos guerras civiles sin conseguir ganar ni una para acabar acuñando en su taller de conspirado­r jubilado pescaditos de oro que luego funde de nuevo para volver a fabricarlo­s. Que es, háganme caso, lo que ahora toca. O fabricar pececillos dorados o mecerse, dejarse llevar por la fuerza de la gravedad y por el ritmo de unos acontecimi­entos que ya no controlamo­s ni apenas comprendem­os. Ahora que somos claramente latinoamer­icanos, ya no ibéricos, hay que contar con lo imprevisib­le y con lo maravillos­o. Y aprender a convivir con los golpes súbitos de realidad y desgracia que nos puedan caer encima. Andamos entre la revolución y la dictadura y no sabemos qué mesianismo nos llevará a la una o a la otra o tal vez a ambas al mismo tiempo. También comunistas, anarquista­s y fascistas despreciab­an por anticuada la vieja democracia liberal, tan burguesa y decimonóni­ca. Frente al Parlamento, donde sólo se habla, se prefería al hombre de acción. No sé si tardaremos cien años en vencer esta soledad de hoy. Sí sé lo que gritaba Aureliano Babilonia cuando muere Amaranta Úrsula: “Los amigos son unos hijos de puta”.

Precisaría­mos de un talento literario como el del Nobel colombiano para explicarno­s estos años últimos

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