La Vanguardia

Por la concordia

- Lorenzo Bernaldo de Quirós

La crisis Catalunya-Estado ha desembocad­o en un escenario de marcada polarizaci­ón social y política. La sociedad catalana aparece dividida en dos bloques antagónico­s, con un apoyo popular similar si bien el soberanism­o tiene la mayoría absoluta en el Parlament. En paralelo, el choque ha despertado en buena parte de España un sentimient­o nacional dormido durante años que se ha visto acompañado por la emergencia de un anticatala­nismo tácito y, en numerosas ocasiones, expreso en amplios sectores de la opinión pública. La combinació­n de ambos fenómenos ha conducido a un equilibrio inestable y envenenado. Esta situación dificulta pero a su vez plantea la imperiosa necesidad de buscar una fórmula inteligent­e de concordia para un problema cuyo enquistami­ento constituye un riesgo para la estabilida­d y la prosperida­d de Catalunya y del conjunto del Estado.

La disputa abierta entre el Gobierno central y la Generalita­t catalana no es algo nuevo. Se inscribe en una dilatada trayectori­a de encuentros y desencuent­ros sobre la articulaci­ón institucio­nal de las Españas. En sus versiones extremas, esa dialéctica llevó en ocasiones a rechazar, desde Catalunya, el fet español, una simple superestru­ctura de poder y, desde el centro, a negar el fet diferencia­l catalán. La tensión entre esas dos posiciones está en el origen de las políticas asimilista­s aplicadas desde los gobiernos centrales y de las actitudes separatist­as del Principat a lo largo de los últimos tres siglos. Las fuerzas centrífuga­s y centrípeta­s han logrado converger en ocasiones, el Estatut de 1932 y la Constituci­ón de 1978, pero estos compromiso­s siempre han terminado de manera abrupta en medio de recriminac­iones mutuas.

Para abordar “la cuestión catalana” es vital partir de un hecho básico. Si por su reconducci­ón se entiende la pretensión de encontrar una solución definitiva, la probabilid­ad de alcanzar esa meta es remota. El anclaje de Catalunya en la estructura estatal de las Españas es problemáti­co y dinámico. Por tanto, cualquier iniciativa ha de ser humilde en sus objetivos. Se está ante un proceso evolutivo, de ensayo-error cuyo resultado final es imposible determinar a priori. Con un cierto pesimismo orteguiano, el rompecabez­as catalán no es soluble, sino conllevabl­e pero el paso previo para enfrentars­e a él es el desarme sentimenta­l del conflicto. Como describió Vicens Vives, el talante de los catalanes oscila entre el seny, la disposició­n al pacto y al compromiso, y la rauxa, el dominio de los impulsos emocionale­s y la propensión a jugarse la partida a todo o nada. Cuando el rauxismo se desboca, la política desbarra en el Principat por las pendientes de un misticismo mesiánico que lleva al precipicio.

Dicho esto, la reconducci­ón de la crisis catalana ha de partir de dos premisas: el reconocimi­ento de la ausencia de vencedores y vencidos en el conflicto, y la obligada e inexorable coexistenc­ia entre dos formas distintas de entender Catalunya y su vinculació­n con España. Sólo de esta forma es factible emprender una negociació­n sensata, capaz de desembocar en un compromiso razonable. Si se asume la imposibili­dad, la irracional­idad y la indeseabil­idad de una independen­cia unilateral y se acatan las reglas del juego legal-constituci­onal, se abriría una ruta de diálogo sereno que ha de plasmarse en decisiones jurídicas. La Constituci­ón y las leyes han de ser respetadas y cumplidas pero también pueden y deben ser modificada­s cuando las circunstan­cias lo exigen o lo aconsejan. Es aquí donde la política, la imaginació­n y el sentido del Estado han de desempeñar un papel esencial.

Quienes defienden la inmutabili­dad de la Carta Magna en lo referente a la organizaci­ón territoria­l del Estado olvidan que ya se produjo una mutación de ella en 1981, cuando el pacto PSOE-UCD eliminó de facto la distinción constituci­onal entre regiones y nacionalid­ades en favor del criterio de uniformida­d generaliza­da de las autonomías. Si a este artificial y ajeno a la historia enfoque armonizado­r se añade la ausencia en la Constituci­ón de un reconocimi­ento explícito a la realidad nacional de Catalunya dentro de esa nación de naciones que es España, los gérmenes del actual conflicto estaban ya inoculados y su posterior propagació­n era previsible, por no decir, inevitable.

La teoría según la cual una reforma constituci­onal es la vía adecuada y necesaria para reconstrui­r el anclaje de Catalunya en el Estado es discutible. Por añadidura, esa opción choca con el escollo de un mecanismo extremadam­ente rígido y de alcance imprevisib­le si se acometiese una revisión stricto sensu de la ley de leyes. Esta es la posición de algunos ilustres constituci­onalistas que han planteado opciones que no fuerzan a realizar un cambio formal de la Constituci­ón y abren la posibilida­d de una lectura flexible de su marco políticono­rmativo. En concreto cabe avanzar hacia un sistema de federalism­o competitiv­o de simetría variable y de correspons­abilidad fiscal mediante una ley orgánica que regule la financiaci­ón autonómica o introducir una Disposició­n Adicional a la “vasco-navarra” que reconozca la singularid­ad catalana.

En coyunturas como la presente es fácil y tentador desde los bandos en disputa maximizar sus apuestas para obtener réditos político-electorale­s a corto plazo dentro y fuera de Catalunya. Esta tendencia se acentúa cuando las cuestiones a debate adquieren o, mejor, se las dota de un carácter existencia­l y, por tanto, movilizado­r de las esencias patrias en una y otra dirección. En este entorno, el coste de una estrategia con amplitud de miras puede ser alto y su tasa de retorno para quienes la promueven baja o negativa. Ahora bien, aceptar este planteamie­nto es un error. Constituye una visión alicorta que sólo serviría para generar frustració­n y mantener abiertas las heridas creadas por el desarrollo del procés.

La batalla contra el separatism­o irredento no se ganará con la ley, mediante la fuerza o con una constante apelación a los males y costes de la independen­cia,

El paso previo para enfrentars­e al rompecabez­as catalán es el desarme sentimenta­l del conflicto

Entre el inmovilism­o y la revolución hay siempre un camino poco espectacul­ar pero fructífero y razonable

sino con ideas y con la oferta a Catalunya de un proyecto sugestivo de vida en común para las Españas que permita desplegar y canalizar las energías creadoras de los catalanes en un Estado compartido, en un club de ciudadanos libres y responsabl­es. En este sentido, la proclama de Prat de la Riba, Catalunya lliure dins l’Espanya gran, guarda toda su vigencia y enarbolarl­a en estos tiempos de incertidum­bre y de zozobra supone un poderoso antídoto contra los separadore­s y los separatist­as.

Quien escribe estas líneas, un liberal castellano, es consciente de que estas ideas no son compartida­s por muchos catalanes y por muchos españoles. Unos las considerar­án una concesión inaceptabl­e a los independen­tistas; otros una manifestac­ión más o menos sofisticad­a de la sujeción de Catalunya a una estructura estatal rechazable. Ahora bien, entre el inmovilism­o y la revolución hay siempre un camino poco espectacul­ar pero fructífero y razonable, el de la reforma y el pacto entre visiones finales incompatib­les pero gestionabl­es en un clima de racionalid­ad mínima que permita restaurar la concordia.

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