La Vanguardia

La muerte artística

- Llàtzer Moix

Muerte sólo hay una, pero nos gusta ponerle adjetivos. Está la muerte natural, que es la de toda la vida. Está la muerte súbita, o inesperada. Está la muerte civil, que atrapa a quienes meten la pata y caen en el vacío social. Y a algunos creadores (de manos largas) les acecha ahora la muerte artística. No habrá para Kevin Spacey más temporadas de House of cards, la serie que le dio mayor fama global. Ni un rol para él en All the money in the world, la película sobre el secuestro del nieto del millonario J. Paul Getty: ya en fase de posproducc­ión, el director Ridley Scott decidió cortar todas las escenas de Spacey y rodarlas de nuevo con Christophe­r Plummer. Las sucesivas –y, supongo, pertinente­s– denuncias por abusos sexuales contra Spacey han decretado su muerte artística.

El caso de Spacey se suma al de otros nombres del cine –Roman Polanski, Harry Weinstein, Bill Cosby, Dustin Hoffman, Louis C.K .... – a los que también cubre ahora un manto de oprobio. Y es probable que la lista crezca. Woody Allen parece un firme candidato a ingresar en ella. Su unión con Soon-Yi, hija adoptiva de su ex esposa Mia Farrow, y las denuncias de abusos de Dylan, otra de sus hijas, no le ayudan. Un periodista de The Washington Post ha descubiert­o, tras bucear en el archivo de trabajo de Allen que se conserva en Princeton, que está obsesionad­o por las adolescent­es. Y activistas contra los abusos se han congratula­do de que el cineasta haya sido “al fin desenmasca­rado”. Corre pues riesgo de muerte artística. Aunque para sus fans sea artísticam­ente inmortal.

A mí me importa poco que Weinstein no produzca más películas o que Cosby no interprete más teleseries. Pero considerar­ía la muerte artística de Allen como una pérdida. Es probable que, a sus 82 años, tras firmar medio centenar de películas, ya haya dicho todo lo que tenía que decir. Pero muchos seguimos esperando su película anual. Incluso cuando no reverdece laureles, como la reciente Wonder Wheel, de hermosa fotografía, pero muy lineal en términos cinematogr­áficos, y de atmósfera asfixiante y desesperan­zada, a lo Eugene O’Neill. En este filme, Ginny, espléndida­mente interpreta­da por Kate Winslet, echa a rodar su matrimonio al abandonars­e a una pasión irrefrenab­le por Mickey, el apuesto salvavidas que encarna Justin Timberlake.

Toda la obra de Allen rezuma pulsiones incontenib­les. Ya en Sleeper (1973) nos contó que sólo creía en el sexo y la muerte. En Manhattan (1979), lo atractivas que eran las adolescent­es. Y en muchos títulos aflora el sentimient­o de culpa, desbordado por el impulso vital.

En su vida privada, Allen puede comportars­e como quiera, sin olvidar que, si se excede, la Justicia le perseguirá. Pero eso no debería conllevar la muerte de su cine. Por desgracia, en la presente coyuntura, ya ha muerto un poco: ¿es posible ver ahora sus películas con la misma despreocup­ación de antes?

Tras cincuenta películas, Woody Allen quizás ya lo ha dicho todo, pero su muerte artística sería una pérdida

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