Escuchar a los alejados
La Iglesia está llamada a anunciar la energía vital y espiritual del Evangelio, a proyectar esperanza en un mundo oscurecido por tantos sufrimientos, a ser hospital de campaña para curar las heridas del alma. Los que nos sentimos miembros activos de la Iglesia nos consideramos llamados a examinar sus carencias a fin de que sea más eficazmente un reflejo del Cristo en el mundo.
Observamos, en nuestra casa, un conjunto de ciudadanos que se definen como cristianos, pero que se han alejado de la vida de la Iglesia, de las comunidades, de la liturgia, de los sacramentos y de la actividad social y cultural que desarrollan.
Como laicos comprometidos con la Iglesia, no queremos ni podemos ser indiferentes a los cristianos alejados, a los ciudadanos que, sintiendose cristianos, han tomado distancia de la Iglesia, ni tampoco a aquellos que, por desconocimiento o por lo que sea, no han encontrado un interés especial.
Este proceso de alejamiento no se puede comprender al margen de la intensa secularización que vive nuestra sociedad, de la pérdida de referentes cristianos en el imaginario colectivo y del eclipse de Dios que observemos, en el mundo occidental, y en particular en nuestro país, donde la opción de vida cristiana es poco visible. O bien aparece como una opción anacrónica, propia de otro tiempo, o bien es ridiculizada.
Dentro de este mosaico humano que denominamos los alejados, hay todo tipo de tipologías. Hay un grueso de cristianos alejados que se han marchado sin hacer ruido, sin una causa objetiva: personas que han recibido los sacramentos de la iniciación, pero que, a partir de la postadolescencia y la juventud, se han alejado de la institución sea por dejadez, sea por comodidad. Se han marchado, pero sin rencor. No han ido a parar a ninguna otra comunidad espiritual, y da la impresión de que tampoco sientan necesidad, que lo hayan dejado atrás sin memoria ni nostalgia.
Hay cristianos que se han alejado, pero conservan una sed profunda de espiritualidad y de Cristo. No han encontrado en la Iglesia la fuente que podía saciarlos y buscan vivir su espiritualidad por caminos más personales: en la naturaleza, en el arte, en la lectura personal del Evangelio, en la práctica de la solidaridad o bien en comunidades espirituales que desarrollan liturgias fronterizas. Otros han tomado distancia porque entienden que la institución no responde al lenguaje ni a los problemas actuales, que está anclada en el pasado. No comprenden muchas lógicas institucionales. Querrían una renovación de las estructuras de la institución.
Finalmente, hay los que se han alejado porque se han sentido heridos por miembros de la comunidad cristiana. Se han marchado con resentimiento y rencor.
Nos corresponde estar muy atentos a estas situaciones, potenciar procesos de perdón y de reconciliación y mostrar el arrepentimiento por las malas prácticas dentro de la comunidad eclesial. Tanto Benedicto XVI como el papa Francisco han denunciado reiteradas veces este escándalo, y Juan Pablo II protagonizó un Jubileo el año 2000 pidiendo perdón.
Nos preguntamos si, como comunidad, estamos suficientemente atentos a los que se han alejado de la vida eclesial. ¿Son cálidas nuestras comunidades? ¿Son sal y luz en el mundo? ¿Somos lo bastante audaces a la hora de anunciar lo que creemos? ¿Cómo podríamos establecer puentes con los alejados? ¿Utilizamos un lenguaje lo bastante comprensible? ¿Sabemos hacer transparente el trasfondo espiritual y trascendente que anima y da un sentido a nuestras acciones sociales? ¿En la escuela cristiana presentamos realmente la opción por Cristo?
Los alejados nos obligan a pensar qué significa estar próximo o lejos de Cristo, si nuestra presencia en la Iglesia es un refugio frente al mundo o bien un ámbito de compromiso y de iluminación del mundo. El papa Francisco ha subrayado en el Evangelii gaudium que la Iglesia tiene que salir de sí misma, romper la endogamia y devenir misionera. No es ninguna novedad. La pulsión misionera está en el mismo ADN de la vida cristiana. Hace falta salir y anunciar aquello que creemos a los que lo ignoran, pero, también, escuchar y acoger a los que ya lo conocen, pero se han alejado.
Escuchar al otro –el lejano, el discrepante– es, al fin y al cabo, una de las mayores necesidades del mundo de hoy, un mundo que recluye en redes sociales beligerantes con los otros. Sin este esfuerzo, ni las cuestiones espirituales ni las sociales ni las políticas son capaces de encontrar salidas fecundas e integradoras.