Alimento para la imaginación
URSULA K. LE GUIN (1929-2018)
El adiós de Ursula K. Le Guin, fallecida a los 88 años en su domicilio de Portland (Oregon), supone una pérdida para el fantasy y la ciencia ficción –aunque ella ya estaría recriminando que no habláramos de literatura a secas– tan trágica como asistir a la volatilización de algunos de los fastuosos planetas que creó (posiblemente era la mejor de la especialidad): Gethen, Omelas, Gy... Por un lado se va una autora a la par de los más grandes del género –Bradbury, Assimov, K.Dick...– y que desafió pues el patriarcado imperante, aportando compasión y sensibilidad a unos códigos muy de macho alfa. Íntimamente ligado a esto, concibió sus ficciones al modo de una herramienta de denuncia de la falta de igualdad entre los géneros. Opositora contumaz de las etiquetas por simplificadoras, recelaba de la insistencia con la que se la consideraba feminista, pero en cuestiones literarias su brújula moral era Virginia Woolf. (Busquen por internet la carta en la que rechaza la propuesta de un editor para que prologue una antología de ciencia ficción 100% masculina aduciendo el hedor a taquilla de gimnasio que exuda.)
Con ella desaparece también todo un esfuerzo de dignificación de géneros tradicionalmente considerados menores por su asociación con lo popular. Le Guin entendió que la imaginación desbocada, lejos de ser un pasatiempo para soñadores, crédulos y niños, servía para cartografiar el alma humana. Sus extraterrestres, magos y naves espaciales son en última instancia conductos que llevan a profundas meditaciones sobre de dónde venimos y adónde vamos.
Hija de antropólogos a los que agradeció que no mostraran nunca un trato preferencial hacia sus tres hermanos mayores, Le Guin nació en Berkeley en 1929, se especializó en literatura medieval y renacentista en la Universidad de Columbia y publicó
su primera novela de ciencia ficción, Rocannon’s World, en 1966. Veinte novelas –entre
las que sobresalen La mano izquierda de la soledad y Los desposeídos, receptoras ambas de los premios Hugo y Nebula–, doce poemarios, más de cien relatos, siete ensayos, trece libros infantiles, una reflexión sobre su oficio –Contar es escuchar, recién aparecida en Círculo de Tiza–, diversas traducciones –incluyendo a la poeta chilena Gabriela Mistral–, la medalla al Mérito Cultural, el nombramiento como Gran Maestre por la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción y Fantasía de Estados Unidos, millones de ejemplares vendidos en cuarenta idiomas, ser finalista del Pulitzer y sonar para el Nobel, los ditirambos de Harold Bloom… Todo esto y mucho más contemplan a una escritora que trasladó las lecciones del taoísmo, su sed de justicia social y su amor por la naturaleza a galaxias lejanas y criaturas extrañas perturbadoramente parecidas a lo que ya conocemos. Su huella está en Harry Potter, Avatar y en todos aquellos colegas que no creen en jerarquías de género, ya sean sexuales o literarias.
Su máxima aspiración, afirmó, fue alimentar la imaginación del lector, a lo que podría haber añadido desintegrar sus prejuicios con rayos láser. Y adoraba los gatos porque le recordaban a las criaturas por las que profesaba más cariño: los dragones.