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El notable incremento en el precio de los alquileres en Barcelona, y la propuesta del Gobierno para acometer la reforma de las pensiones.
EL precio del alquiler de la vivienda en Barcelona ha superado todos los récords históricos. En el tercer trimestre del año pasado, la media en todos los barrios de la capital catalana superó los 900 euros, un 9,4% más que en el mismo periodo del 2016. Por otra parte, el alquiler vuelve a ser la forma de acceso a la vivienda más demandada y durante los nueve primeros meses del año pasado se superaron los 36.000 contratos de alquiler en Barcelona, es decir, unos 140 diarios, cuando a principios de milenio apenas eran 40.
Las razones de esta espiral alcista son varias. La primera es el cambio de cultura respecto de la vivienda, que por supuesto no es una moda, sino una necesidad. El alquiler vuelve a ser la forma preferida por las dificultades que se encuentran en el acceso a una vivienda de propiedad, básicamente porque los bajos salarios de las nuevas familias, así como la precariedad, no permiten asegurar el contrato de una hipoteca. La segunda razón es el agotamiento del espacio en Barcelona, donde apenas se construyen edificios de viviendas nuevas y las que se compran, en una buena parte, se rentabilizan a través del alquiler. En esa escalada de precios también influye el hecho de que mientras la demanda se ha disparado, la oferta de vivienda para arrendar no lo ha hecho ni mucho menos en la misma medida.
Estas son las razones básicas por las que la presión de la demanda sobre el alquiler se ha disparado, especialmente en aquellos barrios donde el precio resulta más asequible. Así, por ejemplo, el alza de precios del alquiler en un año ha aumentado más del 12% en Ciutat Vella –una barbaridad– y apenas supera el 7% en el Eixample. Al mismo tiempo, ese mismo fenómeno ha disparado el interés de los inversores en hacerse con edificios enteros de viviendas en esos barrios, con el objetivo de echar a sus inquilinos y reformarlos para obtener un mejor rédito, aunque con las consecuencias de someter a la zona a un proceso de gentrificación que desnaturaliza y despersonaliza el entorno ciudadano.
Por otra parte, una de las tradicionales soluciones a esta difícil situación era que muchos barceloneses se trasladaban a vivir a ciudades del entorno, donde los precios resultaban más asequibles. Sin embargo, la ola inflacionista del alquiler –como antes ocurrió con la de la compra de la vivienda– se ha extendido como una mancha de aceite y ahora sólo se encuentran precios asequibles a varias decenas de kilómetros de distancia, con las lógicas dificultades de traslado diario por las consecuencias del clamoroso déficit de infraestructuras ferroviarias en cercanías. Por tanto, el problema no es exclusivo de la ciudad de Barcelona, sino de su área metropolitana y aún más allá.
La pregunta que se hacen ahora los expertos es si las limitaciones económicas de los futuros arrendatarios lograrán frenar el alza de precios. La ley del mercado apunta en esa dirección, pero, de ocurrir, será en el medio y largo plazo, el mismo que tardarán en ejecutarse los planes urbanísticos municipales que se proyectan para resolver en parte la falta de vivienda asequible en Barcelona y su entorno. Entre tanto, alcaldes y organizaciones sociales surgidas para hacer frente al problema –como los sindicatos de arrendatarios– reclaman que los precios del alquiler sean regulados por ley para evitar fenómenos como los que sufren los vecinos de la capital catalana. Así está estipulado en ciudades europeas, como son los casos de París y Berlín, aunque no siempre logran frenar la espiral inflacionista que sufre el alquiler de vivienda.