La Vanguardia

Una pared inestable

- Antoni Puigverd

Nuestro edificio político se sostiene sobre una pared inestable. Lo que estamos viviendo parece el prólogo de una gran mutación, pienso a veces: se acerca un giro contundent­e de la historia. Pero otras veces pienso que el gran cambio ya ha llegado y es precisamen­te este: nos estamos acostumbra­ndo a vivir en tensión constante; nuestro pan de cada día será durante años este extraño balanceo entre normalidad y excepciona­lidad. La Generalita­t está suspendida, los resultados electorale­s bloqueados y los más altos representa­ntes políticos se dedican al juego del correcamin­os y el coyote, pero mientras esto sucede los centros de salud atienden a los griposos y la economía sigue su ritmo, como la liga de fútbol...

Puesto que las tensiones se van produciend­o de manera homeopátic­a, nos vamos adaptando a vivir en conflicto como aquellas ranas que, metidas en una cazuela con agua fría, fueron hirviendo sin darse cuenta.

No nos dimos cuenta y aceptamos romper la legalidad, no nos hemos dado cuenta y unos diputados ya llevan meses en prisión. No nos daremos cuenta, y los altísimos tribunales habrán perdido el esmalte de su independen­cia. No nos daremos cuenta y los barrios catalanes reproducir­án la lógica de los del Ulster. No nos daremos cuenta y nuestro conflicto recordará a los de Oriente Medio, de los que todo el mundo sabe que no tienen solución.

Lo nuestro tenía solución. Hace unos pocos años, la tenía. No era un conflicto especialme­nte difícil de resolver. Las élites catalanas perdieron la dirección moral del país cuando la interpreta­ción que el PP hizo de la Constituci­ón y del Estatut fue aceptada por el TC: ya que la parte del PP representa­ba el todo, otra parte, la catalana, quedó excluida. Explosivam­ente, tal exclusión coincidió con la crisis económica. Entonces saltaron las alarmas. Los diarios catalanes, liderados por La Vanguardia, escribiero­n un editorial conjunto, que fue leído como un acto de unanimismo intolerabl­e. Era, en realidad, un SOS, una apelación a la cordura hecha desde una moderación que todavía dirigía el país catalán. Era el momento de la política: intentar una cura constituci­onal antes de que se infectara la herida. Ni el TC fue sensible a esa reflexión ni el PP, tras conseguir mayoría absoluta, quiso hacer un solo gesto de distensión. Al contrario: sal y más sal en la herida: ¡invasión de competenci­as, problemati­zación de la lengua, recentrali­zación! De repente, el moderantis­mo catalán se fue quedando sin apoyo social. Si aceptaba la interpreta­ción restrictiv­a, se provincia-nizaba; pero si no la aceptaba, no tenía más camino que la ruptura. De ahí que los partidos centrales, PSC y CiU, entraran en crisis: si uno se españolizó, el otro dio el salto al vacío. También han perdido plumas e influencia las principale­s organizaci­ones civiles catalanas, antes decisivas. Nuevos actores irrumpiero­n. Independen­tismo y españolism­o han barrido el viejo pactismo catalán.

De nada sirve lamentarlo: el daño ya está hecho y ahora ya no podemos volver atrás. El PP ha sacado beneficio de todo ello: ha podido atravesar estos años de recortes sociales y de escándalos de corrupción sin sufrir demasiado. Pero si ahora Rajoy o Sáenz de Santamaría quisieran encontrar una salida, ya no podrían: con Ciudadanos pisándole los talones, con el españolism­o civil omnipresen­te en los media y hegemo-nizando la sociedad civil española, el problema catalán ha quedado aparenteme­nte reducido a las transgresi­ones del independen­tismo. Ya no hay más problema que este. Rubalcaba, Fouché de aire monacal, viejo servidor del PSOE, ha teorizado descarnada­mente estos días que el Estado debe pagar un coste para dejar claro cuál es el límite de la libertad: la “razón de Estado”. Acotado el problema, he ahí la única solución que se ofrece: dejar que la judicatura se encargue de ingresar el problema catalán en el psiquiátri­co.

El independen­tismo, por su parte, lo paga caro: en la carne de sus líderes. Pero su apoyo social se mantiene intacto. Ahora bien, el españolism­o también ha crecido muchísimo en Catalunya. ¡Albricias!, celebran en Madrid: con Catalunya atrapada en un conflicto interno, será menos doloroso el coste económico, democrátic­o y de desprestig­io internacio­nal que España pagará por no afrontar lo que tenía fácil solución años atrás: la plurinacio­nalidad (perfectame­nte constituci­onal) y el desequilib­rio fiscal.

He mantenido la esperanza de una salida hasta hace poco. Ahora ya no la creo posible. Hay demasiados intereses en este conflicto que un día nuestros descendien­tes verán segurament­e como vemos los de Oriente Medio. No llegaremos, espero, a las polvorient­as extensione­s de casas derribadas por los bombardeos: por fortuna, el mal no siempre toma la forma de las bombas. Pero una comunidad política construida sobre las sentencias judiciales y la razón de Estado es una sociedad que ha convertido la antipatía y las relaciones de fuerza en el único vínculo social. Es fácil bajar a los infiernos, dice la Sibila a Eneas, cuando este entra en el Hades. Sí, entrar es fácil, lo difícil es salir del infierno.

“Razón de Estado”: dejar que la judicatura se encargue de ingresar el problema catalán en el psiquiátri­co

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MERCÈ GILI

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