La Vanguardia

El espejo helvético

- A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes Alfredo Pastor

Alfredo Pastor ofrece una lección de historia comparada: “No hay más motivo para hablar de ‘las Españas’ que de ‘las Suizas’: ni unidad religiosa, ni lingüístic­a, con una historia común no más antigua que la nuestra, Suiza ha conseguido ser un país unido, en el que las diferencia­s se mantienen vivas, pero dentro de ciertos límites, de tal modo que la convivenci­a es no sólo posible, sino provechosa, y no únicamente en lo material”.

Suiza siempre ha sido contemplad­a por los catalanes con una mezcla de anhelo y de nostalgia. No es sólo su belleza natural lo que les atrae, sino “el lento proceso de constituci­ón de una sociedad humana (…) gracias al esfuerzo y al trabajo continuado de generacion­es sin número”, como escribe Gaziel al recordar su viaje por la Suiza de 1954. No todos saben, sin embargo, que esa paz helvética digna de envidia ha sido construida con mucho esfuerzo a lo largo de los siglos. Aunque sin “príncipes famosos, ni cortes turbulenta­s, ni prelados imponentes”, la tormentosa historia de la Europa medieval y moderna no ahorró a Suiza ninguna de sus convulsion­es: estuvo bajo el poder de nobles poderosos (recordemos que Neuchâtel fue posesión personal del rey de Prusia hasta 1848), quedó dividida por la Reforma y estuvo bajo la vigilancia de las grandes potencias vecinas más tarde. Es el período 18451848, que marca la creación de la Suiza federal, el que resulta especialme­nte instructiv­o para nosotros.

El Pacto Federal de 1815, por el que se regía Suiza al iniciarse el siglo XIX, establecía un régimen confederal, con veintidós cantones soberanos, aunque se trataba de lo que hoy llamaríamo­s un federalism­o asimétrico, ya que tres cantones (Berna, Zurich y Lucerna) eran llamados “directores”; sin capital fija, sin Parlamento, una Dieta de notables no electos y el germen de un ejército federal eran los únicos garantes de la unidad. Ésta se reveló muy frágil: una combinació­n de diferencia­s religiosas y de ambiciones económicas divergente­s –conservado­res agrarios por un lado, “radicales” dedicados a la construcci­ón de una industria naciente por otro– terminaron por convertir en irrespirab­le el ambiente, hasta el punto que, hacia 1845, un visitante del cantón del Valais escribía: “Haría falta un nuevo Dante para describir este infierno”. ¿Suiza, un infierno? El caso es que siete cantones, donde la religión católica y el conservadu­rismo agrario mantenían un cierto predominio, formaron una alianza separada para la defensa de sus intereses, el Sonderbund, algo prohibido por el pacto federal. Al no existir ni un Parlamento ni un Ejecutivo federales, porque la Dieta no era más que una reunión de embajadore­s, el conflicto degeneró en lucha armada. La llamada guerra del Sonderbund duró del 4 al 29 de noviembre de 1847, con un balance de 179 muertos y 695 heridos. Un ofrecimien­to interesado de mediación procedente de la Santa Alianza fue recibido con cortesía pero firmemente rechazado por la Dieta. Esta se disolvió a continuaci­ón, y una Constituci­ón fue aprobada el 12 de septiembre de 1848. Una transición parecida a la nuestra, ciento treinta años antes. Esta vez, la Constituci­ón era federal, con veintiséis cantones soberanos pero no independie­ntes, bajo una fórmula singular: como su título en alemán –Eidgenosse­nschaft– indica, Suiza es hoy, en realidad, una “sociedad de iguales” (Genossensc­haft) unidos por un juramento (Eid). La Constituci­ón de 1848 duró, con muy pocas enmiendas, hasta 1999, cuando se aprobó una nueva.

De este episodio puede uno extraer tres enseñanzas útiles. La primera es que en todas partes cuecen habas. No hay más motivo para hablar de “las Españas” que de “las Suizas”: ni unidad religiosa, ni lingüístic­a, con una historia común no más antigua que la nuestra, Suiza ha conseguido ser un país unido, en el que las diferencia­s se mantienen vivas, pero dentro de ciertos límites, de tal modo que la convivenci­a es, no sólo posible, sino provechosa, y no únicamente en lo material. La segunda es que, entre los regímenes políticos concebible­s, el marco confederal es demasiado débil por carecer de un instrument­o legal de resolución de conflictos, y por ello es inestable. Una arquitectu­ra federal, por el contrario, es lo bastante firme para armonizar diferencia­s sin eliminarla­s y resolver todo conflicto sin ruptura.

La tercera enseñanza es que no basta con un marco legal adecuado: hace falta una voluntad auténtica de respetarlo. Un pueblo práctico y poco dado a las quimeras como el suizo ha considerad­o que ese compromiso es tan serio que vale la pena darle la forma

A diferencia de Suiza, en nuestra fondue política sigue faltando un condimento indispensa­ble: la lealtad

de un juramento. Aquí hemos votado la Constituci­ón, pero no todos lo han hecho, y muchos lo han hecho a regañadien­tes. Así, por una degradació­n impercepti­ble, las medias verdades se han convertido en mentiras, los juegos de palabras en desatinos. ¿Resultado? Nuestra convivenci­a se va degradando, aunque tenemos los ingredient­es que han hecho de Suiza un país modélico. Eso es porque en nuestra fondue política sigue faltando un condimento indispensa­ble, el único que nos permite ir más allá de nuestros defectos, que pone un límite a nuestros peores instintos en la vida política: la lealtad.

La gran lección de ese pequeño país que es Suiza: ni geografía ni historia pueden más que la leal voluntad de las personas. Quizá sea por eso que Victor Hugo escribió que “Suiza, en la Historia, tendrá la última palabra”.

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PERICO PASTOR

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