La Vanguardia

La segunda lágrima

- Josep Maria Ruiz Simon

Virgencita­s fluorescen­tes, enanos de jardín, cojines de peluche rosa con forma de corazón,... Durante años se habló mucho del kitsch como fenómeno estético o, para decirlo mejor, antiestéti­co. En Apocalípti­cos e integrados, Umberto Eco lo definió como una manera de comunicar que no sólo buscaba estimular efectos sentimenta­les, sino también sugerir la idea de que, disfrutand­o estos efectos, se tenía una experienci­a selecta. Y también recordó lo que había dicho Hermann Broch, el autor de La muerte de Virgilio: que este tipo de comunicaci­ón nunca podría prosperar sin la existencia de una persona también kitsch que precisa el tipo de mentira que ofrece. Este desplazami­ento de la mirada hacia el sujeto receptor está detrás de las disquisici­ones sobre el kitsch que marinan la historia de La insoportab­le levedad del ser. En esta novela de Milan Kundera se explica la fenomenolo­gía de la sentimenta­lidad kitsch a través de la metáfora de la segunda lágrima. La experienci­a kitsch empezaría con una imagen básica: unos niños corriendo por el césped, el recuerdo del primer amor o la patria traicionad­a, por ejemplo. Ante esta imagen, el kitsch provoca dos lágrimas de emoción. La primera lágrima afirma: “¡Qué hermoso: los niños corren por el césped!”. La segunda dice: “¡Qué hermoso es estar emocionado con todos los que se emocionan viendo como los niños corren por el césped!”. Según Kundera, es esta segunda lágrima, que resulta de la complacenc­ia en una primera emoción real o fingida, la que convierte el kitsch en kitsch.

Kundera también apunta que “en el reino del kitsch impera la dictadura del corazón”. Pero conviene no olvidar que, bajo esta dictadura, se puede vivir de maneras diversas. El discurso posmoderno sobre el kitsch subrayó esta diversidad señalando la posibilida­d de una relación no ingenua, sino irónica con el objeto o el enunciado que busca provocar el sentimenta­lismo. La sensibilid­ad posmoderna consagró la transversa­lidad de un kitsch que se podía consumir de una manera seriamente sentimenta­l por la multitud y de una manera más juguetona o cínica por quienes se veían como élites. Y quizás esta transforma­ción es la que ha permitido que esta manera de comunicar se convierta en un vehículo idóneo de las políticas nacionalis­tas. Avishait Margalit, de la Universida­d Hebrea de Jerusalén, a quien la editorial Arcadia acaba de traducir al catalán el magnífico ensayo De la traïció, publicó en 1988 en The New York Review of Books un artículo sobre el recurso al kitsch en la representa­ción que el Estado de Israel hacía de la historia de los judíos y de su estatus de víctimas para modelar los sentimient­os. El artículo, que recordaba la metáfora de la segunda lágrima, se titulaba The kitsch of Israel y analizaba el uso de distorsion­es de la realidad para provocar efectos emocionale­s políticame­nte aprovechab­les. Siguiendo sus pasos, se podría escribir otro titulado El kitsch de Catalunya. Catalunya tal vez será esos días escenario de una traición. Pero ya hace tiempo que se ha convertido en un emblema mundial del kitsch político.

Catalunya ya hace tiempo que se ha convertido en un emblema mundial del kitsch político

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