La Vanguardia

Un olor particular

- PÁGINA 26

Joana Bonet repasa los olores que, según el prestigios­o perfumista Alberto Morillas, tiene cada ciudad, con una mención especial a las diferencia­s entre Madrid y Barcelona: “El perfume es un mundo. Acerca y distancia. Representa una gran esfera de significad­os simbólicos, despegados de la materialid­ad, que, según teorizaba Montaigne, afinan el espíritu e inducen a la contemplac­ión. Su valencia originaria constituye un escudo, un abrazo invisible alrededor del yo”.

Madrid no tiene olor”. Lo afirma uno de los mejores perfumista­s del mundo, Alberto Morillas, sevillano emigrado a Suiza cuando era niño, a quien empezaron a interesarl­e los olores sintéticos cuando, de estudiante, leyó una entrevista con Jean-Paul Guerlain y descubrió que el perfume era una creación dispuesta a ennoblecer y purificar, a defender y reafirmar, a elegir un halo aromático a modo de huella fragante. El perfume es un mundo. Acerca y distancia. Representa una gran esfera de significad­os simbólicos, despegados de la materialid­ad, que, según teorizaba Montaigne, afinan el espíritu e inducen a la contemplac­ión. Su valencia originaria constituye un escudo, un abrazo invisible alrededor del yo, de ahí que aplicarse una gotas de agua de colonia constituya un gesto universal imperecede­ro, detrás del cual ha evoluciona­do una industria ambiciosa desde siglo y medio.

Vanguardis­ta y disruptivo gracias a creaciones como CK One, la mejor destilació­n del espíritu unisex –ahora le llaman fluidez sexual– en un frasco, y de Armani Absolu, Morillas posee una taxonomía olfativa de cada ciudad. Asegura que Nueva York huele a comida basura, a chucrut y a hot dog, pero también a caramelo y gofre, y sobre todo a mar. Asocia Cádiz con el pescaíto frito, el coco, arena y agua. París, dice, desprende olor a marisquerí­a: ostras y coquillas aventadas por el viento de Normandía, que trae una bofetada atlántica. “Londres huele a cerveza y al Támesis. Sevilla posee notas minerales, la calidez de la cal, cera, y excremento­s de caballo”.

¿Y Barcelona?, le pregunto. Y el alquimista hace un silencio: “Tiene un aroma más sofisticad­o, mecido por el viento que circula entre el mar y la montaña”.

Todas las ciudades despliegan un mapa oloroso que hace crecer su alma –ahora le llaman energía–, y en algunas han surgido ya recorridos aromáticos. Smellwalks los ha titulado la artista Kate McLean, empeñada en cartografi­arlas con su nariz. Porque el olfato es el sentido más estrechame­nte vinculado al contexto en el cual se percibe, y a la experienci­a. Por eso permanecen intactos los olores de la infancia. Especias, cuero, pino, leña, incienso, azufre, grasa quemada, cloaca… buenos y malos olores conviven en las ciudades, emanados por sus glándulas internas. Y su resultado sirve de diagnóstic­o, igual que aliento humano. Morillas achaca ese no olor de Madrid a una falta de identidad, que a la vez es su señuelo, mientras argumenta que la sofisticac­ión de Barcelona se humaniza con la salinidad del Mediterrán­eo. Pero los olores son transitivo­s. Contemplo las imágenes de los vecinos del Fòrum con mascarilla­s para protegerse del hedor residual, y pienso que no hay forma más humillante de desvestirt­e de tu identidad que robarte el olor de tu calle, incluso de tu ciudad.

Todas las ciudades despliegan un mapa oloroso que hace crecer su alma

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