‘Quantumpolitics’
Locura, afirmaba Albert Einstein, es repetir el mismo experimento del mismo modo una y otra vez esperando obtener un resultado diferente. El padre de la relatividad consideraba la mecánica cuántica más locura que ciencia, ya que sólo se ocupa de probabilidades, no de hechos; pero, de hecho, una partícula puede estar aquí y en Bruselas al mismo tiempo, lo que enloquece a todos menos a la partícula, encantada de ocupar todos los titulares.
“Dios no juega a los dados”, repetía el físico para negar que algo pudiera estar en dos sitios a la vez. Y es que aún no habían nacido nuestros quantumpolitics, capaces de agruparse en dos posturas tribales mutuamente excluyentes liberando energía negativa hasta hacer inviable cualquier pacto de convivencia. Un político cuántico es capaz de implementar la independencia y, a la vez, prepararse para una larga estancia en Bruselas.
Ignorando a la parte contraria, nuestros quantumpolitics generan colisiones de partículas y antipartículas que duplican el universo, empezando por Catalunya. Los catalanes viven en un sitio, pero son capaces de vivir en otro en la medida lógicamente difusa en que se lo creen. Habitamos realidades optativas, entre las que uno intenta pagar la hipoteca y no perder los amigos, porque dos millones de votantes andan empeñados en convertir el quantum en hechos. Son insuficientes para lograrlo, pero demasiados para ignorarlos como si fueran plasma.
El 19 del mes pasado entrevisté para este diario en Bruselas al gran aventurero entre universos, el expresident president Puigdemont. De trato agradable y sencillo, se esforzó en seguir siendo honorable sin que 35 preguntas le hicieran admitir que debería haber convocado elecciones, salvar el autogobierno y ahorrarnos no sólo el ridículo del vacío internacional sino también el de algunas reacciones de un Estado que en vez de políticos experimentados diríase que también tiene algunos quantumdefensores.
Ahora, para salir del eterno retorno de la trampa cuántica, Puigdemont y el independentismo deberían, como hizo el comunismo en su día, admitir que sus partículas en el mundo real no son mayoría. Si acepta su relatividad, podría ser algo más que triunfador, podría ser útil y, con su amor al país, lograr pactos de convivencia estables, como los que hicieron posibles con generosidad en su día comunistas españoles y catalanes, que soportaron exilios muy duros y cárceles muy inhóspitas, para renunciar después a la revolución a cambio de la prosperidad y la democracia relativas que aún disfrutamos.