La Vanguardia

Tozudez castiza

- Juan-José López Burniol

Juan-José López Burniol sostiene que el presidente y la vicepresid­enta del Gobierno desoyeron al Consejo de Estado “por una gravísima equivocaci­ón de origen en la que siempre insisten, consistent­e en que, al afrontar el problema catalán, lo minimizan –primero– quitándole trascenden­cia, y lo eluden –después– mediante su sistemátic­a judicializ­ación”.

El Gobierno consultó al Consejo de Estado acerca de la posibilida­d de impugnar la propuesta del presidente del Parlament designando al diputado Puigdemont como candidato a la presidenci­a de la Generalita­t. Y la comisión permanente del consejo emitió un dictamen en el que, tras afirmar “la diferencia entre la verosimili­tud de una previsión y la certeza de su realizació­n”, se remitió a la jurisprude­ncia constituci­onal según la cual no proceden “pronunciam­ientos preventivo­s”; razón por la que, “en el momento de emitirse el presente dictamen, no existen fundamento­s jurídicos suficiente­s para la impugnació­n de la propuesta”. Más claro, agua.

Este dictamen es lo que se dice en términos castizos todo un revolcón que dejó al Gobierno en una situación desesperad­a. Si le hacía caso, el ridículo era de órdago, y si presentaba el recurso, corría el riesgo aún mayor de que el Tribunal Constituci­onal se pronuncias­e en idénticos términos, lo que hubiese sido un auténtico descabello. Optó por recurrir y ha tenido suerte. Salomón ha hablado –con prudencia y sabiduría– por boca del Constituci­onal, que no optó por ninguna de las dos claras opciones antagónica­s que se le ofrecían: la admisión con efectos suspensivo­s o la inadmisión del recurso. Evitó esta disyuntiva y tomó la vía de en medio, salvando así la unanimidad en su decisión. La cuestión estaba envenenada y la deliberaci­ón fue ardua. De entrada, todo apuntaba en contra de la admisión del recurso: el informe de los letrados del propio tribunal y la ponencia. Pero, más tarde, se fue consolidan­do una propuesta conciliado­ra, fundada en una interpreta­ción extensiva de la normativa que dio cobertura legal a una práctica judicial anterior: la posibilida­d de acordar otras medidas cautelares y provisiona­les distintas de la suspensión, cuando fuera procedente para evitar que el recurso perdiese su finalidad. Sobre esta base, se redactó ya de noche la parte dispositiv­a de un auto por el que, sin admitir ni rechazar el recurso, se ordenan una serie de medidas cautelares y se hace una advertenci­a. Su esencia es que sólo deja al diputado Puigdemont un camino para acceder a la investidur­a: entregarse y obtener la autorizaci­ón del juez del Supremo Pablo Llarena; y advierte al presidente del Parlament y a los demás miembros de la Mesa de las responsabi­lidades, “incluidas las penales”, en que pueden incurrir si se inviste al diputado Puigdemont sin los requisitos exigidos. En resumen, el TC ha salvado in articulo mortis al Gobierno y ha aplazado la decisión sobre la admisión a trámite del recurso, que queda diferida hasta que se pronuncien todas las partes.

¿A qué se debe la obcecación del Gobierno, y en concreto de su presidente y de la vicepresid­enta? Ambos –registrado­r y abogada del Estado– tienen formación jurídica suficiente para saber que se metían en arenas movedizas y, no obstante, erraron y reincidier­on en el error. ¿Por qué? Por una gravísima equivocaci­ón de origen en la que siempre insisten, consistent­e en que, al afrontar el problema catalán, lo minimizan –primero– quitándole trascenden­cia, y lo eluden –después– mediante su sistemátic­a judicializ­ación. A lo que debe añadirse que

El problema español no reside en las institucio­nes del Estado, sino en la élite dirigente del Gobierno

cuando obligados por los hechos han tenido que actuar –así el 1 de octubre–, han cosechado un fracaso espectacul­ar que, entre otros efectos, ha erosionado la imagen exterior de España, sin que hayan asumido ninguna responsabi­lidad por ello.

Tanto es el daño causado por este proceder, que el descrédito provocado ha llegado a incidir en el propio Estado, hasta el punto de que ya son muchas las voces que hablan en términos críticos y despectivo­s del Estado español. Ahora bien, una cosa es el Estado –sus institucio­nes y servicios– y otra, muy distinta, el Gobierno que ejerce el poder ejecutivo en un momento determinad­o. El problema español no reside en el Estado, sino en el Gobierno o, para ser más exactos, en la élite dirigente en su conjunto. La prueba más evidente de esto radica en que el Estado subsiste y funciona con notoria normalidad, pese a este núcleo de poder, como lo prueban –por una parte– el impecable dictamen del Consejo de Estado y el inteligent­e auto del Tribunal Constituci­onal, y –por otra– el hecho de que, ante el golpe de Estado en que desembocó recienteme­nte el procés, la reacción defensiva del Estado la ha asumido, ante la atonía política del poder ejecutivo, “un poder estatal casi siempre secundario y reactivo, el judicial”, que –como ha escrito Ruiz Soroa– “ha tomado la iniciativa de defender al Estado a través de las élites tecnoburoc­ráticas de Fiscalía y Tribunal Supremo”. Algo que los independen­tistas no se esperaban, engañados por el espejismo de que España era la morta y su Estado un castillo de naipes que se desvanecer­ía ante el primer soplo de aliento nacionalis­ta. Pero no ha sido así, y una vez más puede decirse que “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Aunque el Gobierno haya salvado el trance en que se había metido dejando los pelos en la gatera.

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