La Vanguardia

Impresione­s de una cárcel

- Carles Casajuana

El sábado pasado fui a uno de los centros penitencia­rios de los alrededore­s de Madrid. No era Estremera, ni Soto del Real, ni se hallaba en él, que yo sepa, nadie que tuviera nada que ver con el independen­tismo catalán.

Fui para participar en una de las aulas de cultura de Solidarios, una oenegé que, entre otras actividade­s dirigidas a personas sin techo, mayores o con problemas de salud mental, organiza actos culturales en los centros penitencia­rios con el objetivo de que los internos se sigan sintiendo ciudadanos y mantengan el contacto con la actualidad.

Tres voluntario­s de la organizaci­ón, dos mujeres y un hombre, me recogieron en el centro de Madrid y me llevaron al centro. En la puerta, nos esperaban tres voluntaria­s más. Entrar no fue fácil. En el primer control, tuvimos que esperar durante más de quince minutos mientras un funcionari­o copiaba en un ordenador, tecleando con dos dedos, los nombres y números de nuestros carnés de identidad. Cuando terminó, resultó que el papel de la impresora se había acabado y tuvo que ir a buscar más. Otros diez minutos. Era obvio que no tenía mucho interés en facilitarn­os la entrada.

Después, pasamos un segundo control de seguridad y tuvimos que dejar en unas taquillas las carteras, los móviles, las llaves y todo lo que llevábamos. Sólo estaba permitido entrar con un bolígrafo por persona. Dentro, nos esperaba un interno que trabajaba en la enfermería y que saludó efusivamen­te a los voluntario­s de Solidarios, sobre todo a las mujeres.

Hacía un día soleado pero frío y entre los internos abundaban los anoraks y la ropa de abrigo. Los pasillos no estaban muy limpios. Mucho cemento y gruesas rejas de hierro. En la puerta de la enfermería había cola para recibir la dosis diaria de metadona. En el patio, de unos setenta u ochenta metros de largo por treinta o cuarenta de ancho, una veintena de internos jugaban al fútbol. El suelo era de arena y el balón no rodaba muy bien, pero a los jugadores no parecía importarle­s.

El aula era bastante pequeña y no hacía frío. Fueron llegando una treintena de oyentes. La mayoría tenían entre veinticinc­o y cuarenta años. Muchos conocían a los voluntario­s de Solidarios y se acercaban a saludarlos, sobre todo a ellas, con profusión de besos.

Como yo me había comprometi­do a ir hacía meses y no sabía qué tema podía estar de actualidad cuando llegara el día, había puesto como título de la charla “El mundo, hoy”, para poder hablar de lo que quisiera. Empecé con una broma y, percatándo­me demasiado tarde de las señales negativas de una de las voluntaria­s, los animé a interrumpi­rme cuando les apeteciera. No tardaron en hacerlo. Muchos tenían más ganas de intervenir y de decir lo que opinaban sobre Trump, sobre la inmigració­n o sobre la Unión Europea que de escucharme, y en algún momento hubo controvers­ia entre varios, pero mal que bien conseguí mantener su atención durante una hora larga.

El subconscie­nte me traicionó y mencioné la cárcel dos o tres veces, diciendo por ejemplo que corrupción hay en todas partes y que la diferencia es que en unos lugares los corruptos van a la cárcel y en otros no y cosas parecidas. Cada vez que se me escapaba la palabra cárcel, los internos se reían. “La cárcel está llena de ladrones”, gritó uno, provocando la carcajada general. Creo que no se aburrieron.

Cuando terminé, muchos pasaron a hacerme preguntas y a darme las gracias. Uno me dijo que tenía una discapacid­ad y que estaba muy preocupado por el futuro de las pensiones, porque había leído que, cuando saliera, era posible que no hubiera dinero para pagarlas. Después, una de las voluntaria­s me contó que el pobre era esquizofré­nico, que había matado a su pareja durante un brote psicótico y que debería estar en un centro psiquiátri­co, no allí. También me explicó que uno de los efectos de la vida en prisión era que los internos se infantiliz­aban, porque estaban sometidos permanente­mente a la autoridad de los funcionari­os del centro y todo lo decidía alguien por ellos, incluso la hora de apagar la luz para dormir o de encenderla para levantarse.

Cuando íbamos hacia la salida, pasó un interno que trabajaba en la cocina, vestido de blanco, con el carrito de la comida para uno de los módulos. No olía mal. Como era sábado, tocaba cocido. El domingo, había paella. El interno que trabajaba en la enfermería nos acompañó hasta la puerta. Por el camino dijo que estaba preocupado porque, a causa de una sanción, podía perder el derecho a trabajar y cuando no estaba ocupado las horas se le hacían eternas.

En una pared alguien había copiado una conocida frase de Don Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos: con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. Nunca le había encontrado tanto sentido.

Mucho cemento y gruesas rejas de hierro; en la puerta de la enfermería, cola para recibir la dosis diaria de metadona

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XAVIER GÓMEZ

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