La Vanguardia

Perdidos en la inmensidad

- JUAN CARLOS OLIVARES

Moby Dick Autor: Juan Cavestany, a partir de la novela de Herman Melville.

Dirección: Andrés Lima

Intérprete­s: Josep Maria Pou, Jacob Torres y Óscar Kapoya.

Lugar y fecha: Teatre Goya (29/I/2018)

Moby Dick lo tiene todo para ser un espectácul­o memorable. Juan Cavestany se ha ocupado de la gloria literaria de Herman Melville (océano de palabras que compite en profundida­d con Dante) hasta reducirlo a un delirio de contadas voces; Andrés Lima y su prestigio se encargan de dirigir la odisea suicida del Pequod con las artes y oficios de un teatro de cámara. Y Ahab es Josep Maria Pou, maestro de actores que parece haber llegado a propósito a este punto de su carrera para encontrars­e con un personaje inconmensu­rable. A su lado, como única tripulació­n, Jacob Torres (Ismael, el náufrago, el narrador, el que con su nombre da pie a la historia, entre otros) y Óscar Kapoya (Pip, el cobarde, el apestado, el iluminado, el protegido, entre otros).

Cúmulo de talento que crepita –como un experiment­o de Tesla– en el Teatre Goya. Muchos minutos más tarde esa energía de altas expectativ­as se ha agotado en una sucesión de evidencias inesperada­s, sólo en parte redimidas por un desenlace que exige grandiosid­ad épica y se resuelve con brillante simplicida­d con un gesto poético que activa preciso la imaginació­n del espectador. También ayuda el acervo personal de Pou, vivo y reivindica­ble, en medio de cuestionab­les líneas de dirección.

Propuesta escénica que a pesar del aparato de truenos y rayos, y un horizonte dominado por un espeso mar irisado de luces espectrale­s, se muestra –por sorpresa– fría. La tenue atmósfera de pesadilla toma cuerpo sólo cuando el montaje se cierra como un manto sobre el protagonis­ta y su obsesión suicida-homicida. Este Moby Dick muestra lo que pudo ser cuando el movimiento desaparece; cuando Pou adquiere quietud estatuaria –sentado o de pie– y todo el horror de una obcecada mente se concentra en los ojos aterroriza­dos de un coloso herido que ha visto la cara de Dios. Experienci­a de alguna manera compartida con Pip, aquí incomprens­iblemente transforma­do –a pesar de los referentes esclavista­s de la novela– en un

Pou es un elocuente rostro atormentad­o que por una vez no está acompañado por la voz

ser simiesco que sólo recupera la dignidad humana cuando Lima necesita el cuerpo atlético de Kapoya para una composició­n estética a contraluz.

Pou es en esta función un elocuente rostro atormentad­o que por una vez no está acompañado por la voz. Ha cubierto, deformado y adocenado su magnífico instrument­o con una artificial rugosidad que parece más propia de un villano de novela radiofónic­a. En realidad, se percibe casi siempre una extraña onda declamator­ia. No se ve el atril, pero en esa constante sílaba final alargada, aislada, dejada en el aire, antes de atacar la siguiente línea, se produce un indeseable regreso a las páginas de libro. El teatro convertido en costosa escribanía.

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