Un buen rato
Ya sólo nos queda el cine, es decir, determinadas películas. Como cuando algunos éramos adolescentes. O sea que, para ver a un político que no se inventa tigres sino que está dispuesto a enfrentarse a uno muy real, hay que ver la película El instante más oscuro, protagonizada por el actor Gary Oldman. Los ingleses siempre son ingleses y las películas siempre son películas, pero cuando hasta la sarna ha vuelto por falta de higiene personal y porque en algunos hospitales se ha reducido el presupuesto designado a limpieza, lo normal es que busquemos en las películas a los políticos que necesitamos y que no tenemos. Y no es que yo quiera comparar, por ejemplo, a Winston Churchill con Antoni Comín, es decir, que aún razono un poco. Me limito a recordar en qué manos políticas estamos. Además, la sarna es una buena metáfora para explicar y entender los momentos que estamos sufriendo en este país, que, según nos dijo el otro día Ernest Maragall, es propiedad de él y de unos cuantos más. Lo de Comín, acabo con la sarna, es tocar el piano en familia, algo muy propio de los hijos excesivamente mimados que no saben tocar el piano.
Pero quizá hay que seguir con la sarna. Porque un determinado tipo de sarna, que no parece sarna, es sarna. Y esa sarna que no parece sarna, pero que sí es sarna, está muy extendida. Entre otras razones porque la sarna es muy contagiosa. Últimamente, yo veo en la calle a muchas personas que se rascan, algo que no se debe hacer cuando uno tiene sarna. No se debe hacer, pero lo hacemos. Cuando vemos a alguien que se rasca, todos acabamos rascándonos alguna parte de nuestro cuerpo. Antes de la sarna, algunos políticos convergentes de grandes papadas y contundentes barrigas, presumían ante determinados periodistas, y desde luego ante sus monaguillos, esos que ahora son párrocos e incluso obispos, de leer a Winston Churchill. Concretamente sus Memorias. Y aquello, pensando en el futuro colectivo, parecía una buena señal. Porque hubo un tiempo en que todos creíamos que teníamos futuro personal y colectivo. La realidad actual parece querer demostrar que aquellas lecturas comentadas de la vida y discursos de Churchill sirvieron de poco. Lo digo porque, según el ex primer ministro británico, aquellos que no cambian de opinión, nunca cambian nada. Y porque incluso él, gordo genial con puro, whisky, chaleco y bombín, se preguntó en cierta ocasión si estaba equivocado.
Entonces, cuando aquellos otros gordos, los convergentes, decían leer a Churchill, también los comunistas leían, pero sólo sus cosas, que siempre han sido un peñazo. Los socialistas habían dejado de leer y ya sólo les interesaba colocarse en alguna universidad yanqui. Muchos del PP, quizá demasiados, no leían porque lo suyo era comprarse camisas de rayas como las que solía lucir Ben Bradlee, el director del mitificado The Washington Post. Y sospecho que, durante aquellos años, los de ERC tenían poco tiempo para leer porque siempre estaban metidos en alguna asamblea.
Creo que la actriz Kristin Scott Thomas, que en la película El instante más oscuro interpreta a Clementine Hozier, la esposa de Churchill, tiene razón: “Cuando acabas de ver la película, recuperas la fe en el ser humano”. Y eso sólo dura un rato, pero menos da una piedra.