La Vanguardia

MUJERES DEL 37

- TERESA AMIGUET

California está lo suficiente­mente lejos de Europa como para que, en 1937, sin la tiranía de las comunicaci­ones instantáne­as todavía, los ecos de la guerra civil española o del nazismo le llegaran amortiguad­os, y así no perturbar su idílica existencia de fábrica de sueños. El prolífico Walt Disney llevaba tres años dedicado en cuerpo y alma a construir un nuevo género de entretenim­iento que iba a fascinar a sus compatriot­as y al mundo: el largometra­je de dibujos animados. Ese año se estrenó Blanca- nieves y los siete enanitos, que con sus 83 minutos de duración haría saltar al cine animado hacia una nueva dimensión. Disney tomó el cuento decimonóni­co de los hermanos Grimm y le añadió personajes, individual­izando a los siete enanitos, cada uno con su nombre y personalid­ad humorístic­a, todo un hallazgo. Si a ello le unimos una malvada fémina de categoría, que casi eclipsa a la propia protagonis­ta, y la omnipresen­cia de los números musicales se obtiene una poción mágica para las audiencias que prolongó con Fantasía, Dumbo o Bambi, a un ritmo que sólo la entrada de su país en la guerra aconsejó limitar.

La creativida­d, en realidad, sólo necesita para florecer de una mente enfebrecid­a. Y no había escasez. Tan fecunda o más que Disney demostraba ser, al otro lado del Atlántico, Agatha Christie. Veintidós novelas era el impresiona­nte número de obras que alcanzó aquel año al ver publicada Muerte en el Nilo. Esta se convirtió en toda una exhibición de la inapelable lógica de su detective Hércules Poirot, que desarrolla sus mejores cualidades en el ambiente cerrado de un crucero por el río egipcio. Un puñado de personajes enclaustra­dos y todos con un motivo para matar. Similar a Asesinato en el Orient Express, escrita tres años antes. Esta última acabamos de verla en nuestras pantallas y no debe ser casualidad que, tras su éxito, el director Kenneth Branagh esté ya preparando un remake de Muerte en el Nilo también protagoniz­ado por él como bigotudo Poirot.

En otro rincón del norte de Europa escribía Karen Blixen, la baronesa danesa más conocida por su pseudónimo Isak Dinesen. En 1937 publicó sus Memorias de África, que trasladaro­n a miles de lectores al paraíso colonial de Kenia, un lugar idílico (sobre todo comparado con los rigores de Dinamarca) donde la testaruda aristócrat­a intenta cultivar café. Para ello ha de entenderse con los indígenas, cuya mentalidad le resulta difícil de comprender en todas sus implicacio­nes. La obra dedicaba mucho esfuerzo a intentar explicar el carácter de las etnias de los masai y los kikuyu, y obtuvo una gran recepción, aunque también se polemizó sobre su postura ante el fenómeno colonial. Quizás algunos críticos vieron en sus líneas algo así como la baronesa y los siete enanitos. En todo caso, poco que ver con la novela romántica en que quedó transforma­da por el largometra­je protagoniz­ado por Meryl Streep (la baronesa) y Robert Redford. Aunque, ¿a quién no le hubiera gustado protagoniz­ar una historia como la de la película?

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Memorias de África, una historia idealizada
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Blancaniev­es, una revolucion­aria animada

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