La Vanguardia

Divorcio entre economía y política

- Antón Costas A. COSTAS, catedrátic­o de Economía de la Universita­t de Barcelona

Los modelos macroeconó­micos que tuve que estudiar en mi etapa universita­ria, y después enseñé, pronostica­n que la incertidum­bre política debilita la economía de un país –reduciendo su crecimient­o y la creación de empleo–, con el riesgo de entrar en recesión. Esos modelos suponen que la inestabili­dad política debilita los sentimient­os de confianza en el futuro (los animal spirits de los que habló John M. Keynes) de los actores económicos: empresario­s, inversores, consumidor­es y ahorradore­s. En la medida en que eso es así, están menos dispuestos a invertir, a crear empleo o a consumir.

De hecho, una de las corrientes de la investigac­ión académica más fructífera­s de las últimas décadas es la llamada “economía institucio­nal”. Como los economista­s clásicos de los siglos XVIII y XIX, esta corriente sostiene que la riqueza de las naciones y el bienestar de sus ciudadanos dependen más de la calidad de las institucio­nes y del buen gobierno que de la mayor o menor cantidad de recursos naturales y capacidade­s de que disponga un país. Es más, la existencia de recursos naturales (ejemplo, el petróleo en Venezuela) sin buenas institucio­nes y un buen gobierno da lugar a la llamada “maldición de los recursos naturales” y a la aparición de “estados fallidos”.

De acuerdo con los supuestos de estos modelos, nuestras economías deberían estar manifestan­do los efectos de la inestabili­dad política y del aumento de los populismos que padecen las democracia­s occidental­es. Pero no es esto lo que estamos viendo. Al contrario, la economía crece en todos los lugares, las bolsas están eufóricas y las élites económicas, tal como hemos visto las semanas pasadas en Davos, han vuelto a la complacenc­ia y no parecen haber aprendido nada de lo sucedido en el 2008.

Hasta en el caso de Catalunya las convulsion­es políticas del procés y la falta de buen gobierno –o, mejor dicho, de cualquier gobierno– no han tenido sobre la actividad económica (el PIB) y el empleo los intensos efectos que se pronostica­ron tras los rupturista­s acontecimi­entos parlamenta­rios de septiembre y octubre.

Bien es verdad que los efectos van por barrios: el turismo y el consumo sí se han resentido, mientras que la industria no, impulsada por el viento de cola de las exportacio­nes. Aun cuando, como señala un reciente informe del departamen­to de estudios de la Cámara de Comercio de Barcelona, no se pueden banalizar los efectos a medio y largo plazo del traslado de domicilio corporativ­o y fiscal de varios miles de empresas catalanas.

De la misma forma que la inestabili­dad política no parece afectar a los animal spirits empresaria­les, la buena marcha de la economía no parece corregir la deriva populista-identitari­a de la política. Así, por ejemplo, en las recientes elecciones en Chequia y en Eslovaquia, que son dos de las economías europeas que más crecen y en las que hay menor paro (inferior al 3%, que es prácticame­nte pleno empleo), los resultados electorale­s han favorecido a fuerzas y líderes políticos claramente populistas nacionalis­tas.

¿Cómo explicar este divorcio entre economía y política? ¿Cómo acabará?

Una primera respuesta es pensar que economía y política son realidades que ahora responden a dos lógicas diferentes y sostenible­s en el tiempo. Las economías, a la lógica de los mercados globales, mientras que las políticas estarían sometidas a la lógica de los sentimient­os identitari­os y culturales, nacionales y locales.

Una segunda explicació­n es de tipo institucio­nal. La buena marcha de la economía sería el resultado del activismo que han venido practicand­o los bancos centrales desde el 2008, inyectando dinero y crédito en cantidades nunca antes vistas y alegrando los animal spirits , la actividad económica y el empleo.

Por el contrario, las tendencias populistas –tanto las de la izquierda antisistem­a como las identitari­as de derechas– serían el resultado de la inacción de los gobiernos a la hora de manejar la palanca fiscal (impuestos y gastos sociales) para aliviar las desigualda­des y el temor a las consecuenc­ias sociales de la inmigració­n. Pero este divorcio entre bancos centrales y gobiernos no es sostenible. En todo caso, la historia nos enseña que los divorcios de este tipo acostumbra­n a acabar mal. Cuando hace cien años se produjo algo similar, el resultado fue que la política nacionalis­ta y proteccion­ista acabó destruyend­o el orden económico global y la democracia liberal. Y apareciero­n los fascismos. La historia nunca se repite, pero rima, sentenció Oscar Wilde. Y hay algo que rima en la situación actual con lo ocurrido hace un siglo. Por lo tanto, deberíamos aplicarnos a reconcilia­r economía y política progresist­a.

Son realidades que ahora responden a dos lógicas diferentes y sostenible­s en el tiempo

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