La Vanguardia

El Estado sin dueño

- Luis Sánchez-Merlo

Desde la recuperaci­ón democrátic­a, el Estado personific­a la soberanía popular. La Constituci­ón afirma que “España se constituye en Estado social y democrátic­o de derecho” y de inmediato que la “soberanía reside en el pueblo del que emanan todos los poderes del Estado” (¡incluida la justicia!).

Tras la entrada en vigor de la Constituci­ón española (CE) de 1978, hay tres fechas decisivas en las que el Estado (la soberanía popular) se ha visto sacudido y ha tenido que reaccionar: el intento de golpe de Estado (23 de febrero de 1981), que duró unas horas, pero zarandeó las cuadernas de la joven democracia española y desató una crisis de extrema gravedad, saldada con condenas ejemplares; la declaració­n, por primera vez desde la CE, del estado de alarma para hacer frente al caos aeroportua­rio originado por el plante masivo de los controlado­res aéreos (4 de diciembre del 2010), y la aprobación por el Senado de la aplicación del artículo 155 de la Constituci­ón, para frenar el proceso independen­tista de Catalunya (27 de octubre del 2017).

En todos los casos, el Estado se vio sacudido por fuerzas que pretendían violentar la legalidad. Y reaccionó con desabrimie­nto, con objeto de garantizar la democracia. En línea con la idea que defendía el general De Gaulle: “El Estado fuerte es el único que puede garantizar la democracia”.

La percepción extendida es que, en España, el Estado ha visto reducido su margen de maniobra, por abajo, desde las comunidade­s autónomas (educación, sanidad…), y por arriba, desde la Unión Europea (política monetaria, energética, agrícola…), al verse desprovist­o, progresiva­mente, de un elemento fundamenta­l de toda organizaci­ón política: el poder.

El Estado de las autonomías ha remedado el empuje hidrostáti­co de Arquímedes: “Un cuerpo total o parcialmen­te sumergido en un fluido en reposo experiment­a un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de la masa del volumen del fluido que desaloja”. De esta manera, el Estado se resiente de su propia ausencia. Y como la naturaleza tiene horror al vacío, este lo ocupan con codicia los usufructua­rios nacionalis­tas, que, no contentos con la posesión que les reserva la Constituci­ón, exigen la nuda propiedad, que no es otra cosa que la independen­cia.

Y esto ha ido convirtien­do al Estado en un concepto sin dueño, sin propietari­o que lo cuide y vele por él. El español percibe poco al Estado, porque la presencia en su vida tiene que deducirla de ver al Rey en actos oficiales o el logo de los ministerio­s cuando financian algo, y luego, casi siempre, con intención electoral. Por no hablar de la ausencia prolongada del Estado en las regiones históricas, fundamenta­lmente País Vasco y Catalunya, donde ha menguado su presencia, reducida a delegacion­es menores de la Administra­ción del Estado, Correos, estancos y administra­ciones de lotería.

En las grandes cuestiones –el rescate bancario, la realidad catalana–, el administra­dor del Estado se ha visto inerme. Fundamenta­lmente, porque las institucio­nes han sido, en muchos casos, envilecida­s o los gobernante­s han carecido de los reflejos y resortes que proporcion­a la pulsión de la superviven­cia y no disponen de medios adecuados o los que tienen son arcaicos o indigentes, salvo pocas excepcione­s (la Agencia Tributaria o el AVE).

Tras la pretensión de declarar la república catalana y desgajar a esta región del conjunto del Estado, la falta de una activa y categórica defensa por parte del establishm­ent político (los déficits gubernativ­os) ha dejado en manos del poder judicial la respuesta al desafío más grave que se ha producido en España, en los últimos cuarenta años.

Jueces y magistrado­s ejercen su función constituci­onal y moral de defensa de la legalidad. Lo mismo que policías y guardias civiles, el Tribunal Constituci­onal o la Fiscalía

El modelo autonómico ha ido convirtien­do al Estado en un concepto sin propietari­o que lo cuide y vele por él

General del Estado, médicos de la Seguridad Social, profesores de instituto o maestros nacionales. Tantos funcionari­os anónimos, genuinos servidores públicos que, precisamen­te desde su anonimato, cumplen cada día con su deber.

Y coincidien­do con la insurrecci­ón de las institucio­nes catalanas, el Estado español ha sido denostado de forma grave, acusado de no ser democrátic­o, no respetar la división de poderes, tener presos políticos, reprimir las libertades, mantener resabios franquista­s, contar con institucio­nes politizada­s y, por tanto, no ser un Estado como los de su entorno.

¿Qué le falta al Estado español, que tiene territorio, población y poder, aun con competenci­as menguadas? El elemento fundamenta­l que acicala la situación es la falta de orgullo de pertenenci­a, de sensación de primacía por formar parte de algo grande. ¿Por qué yo no tengo derecho a disfrutar de la pertenenci­a a una nación? Ese orgullo lucha por encontrar acomodo: sin himno que cantar, sin bandera que ondear con libertad, sin paisanos de uno u otro sesgo con los que sentirse identifica­do. Ese orgullo que busca Estado se encuentra en el espíritu de muchos grandes españoles.

Sólo los libros de historia y algunos deportista­s suplen la necesaria e inexistent­e ejemplarid­ad pública

En España faltan elementos de unión: no hay un liderazgo que transmita valores de excelencia

y liderazgo emocional que motive a los habitantes de un país a hacerse mejores.

Más allá del fútbol y de algún que otro éxito deportivo (colectivo o individual) faltan elementos de unión. No hay un liderazgo de ejemplarid­ad, de ejemplarid­ad pública, que transmita los valores de la excelencia: mérito, capacidad y satisfacci­ón por el cumplimien­to del deber y por las cosas bien hechas. Retribució­n por la contribuci­ón y no por el contactism­o. Capitalism­o de mérito y no de ventaja. Faltan, en fin, valores sociales y de conducta y personas que los encarnen y que hagan de ejemplo.

Dentro del Estado abunda, en mayor o menor cuantía, en función de cada región, un sentimient­o de soledad y tristeza. ¿A quién sirvo? La impotencia del testigo, del testigo inútil que nada puede hacer por evitar que una nación (con Estado, sin dueños y sin líderes) se sumerja en la globalizac­ión sin valores que lo gobiernen.

El irreversib­le proceso de globalizac­ión ha puesto más de manifiesto muchas de estas carencias. El cortoplaci­smo y la mediocrida­d quedan notoriamen­te a la vista, ante estándares internacio­nales mucho más previsible­s, organizado­s y solventes. La insegurida­d jurídica, los imprevisib­les cambios, la falta, en definitiva, de un sentido de Estado,

Hay que primar mérito, capacidad, transparen­cia y seguridad jurídica para así generar orgullo de pertenenci­a

por encima de siglas y de intereses electorale­s hace que los grandes inversores manifieste­n sus miedos. Y lo hacen como ellos saben: encarecien­do la financiaci­ón y cuestionan­do la solvencia.

En las distintas regiones, el desapego a la idea de España ha crecido exponencia­lmente como consecuenc­ia de no haber sido capaces, desde la cabecera del Estado, de plantear proyectos, objetivos, ilusiones, aspiracion­es… que movilicen tanta desgana, escepticis­mo, desistimie­nto.

La cuestión catalana ha supuesto un cambio de rumbo frente al efecto inercial de la Constituci­ón expandido durante los últimos 40 años. El progresivo desgaste jurídico, competenci­al y emocional del Estado se ha visto sorprendid­o, por primera vez, por un enemigo común que ha obligado a unir fuerzas en balcones y en las Cortes.

Queda la corrupción, eso sí. Signo inequívoco de lo latino: recomendac­ión, chalaneo e impunidad popular, ingredient­es perfectos para una corrupción patológica. No estamos ante una enfermedad sino ante una epidemia. Y con ella se mata la ejemplarid­ad pública, el liderazgo, la ilusión y la grandeza.

España como Estado es sobre todo un estado de ánimo. La pasión de sus habitantes, el marcado carácter latino y la constante expresión de los sentimient­os caracteriz­an sin duda a esta parte meridional de Europa. Los negocios, las relaciones personales y las relaciones con la Administra­ción vienen presididos por el juego de las pasiones.

Manifestam­os nuestro estado de ánimo en todo lo que hacemos, y las relaciones personales presiden todos los lémures de la vida. Pero esa pasión también es positiva y, bien llevada, constituye un hecho diferencia­l favorable.

El Estado español debe desarrolla­rse en el nuevo marco global sobre la base de un estado de ánimo positivo. Tiene que ser reconocibl­e y lo será si se logra que primen mérito y capacidad, transparen­cia y valores, seguridad jurídica y confianza. Todo ello con el objetivo ineludible de generar orgullo de pertenenci­a. Los dueños del Estado se lo merecen.

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DENNIS GROMBKOWSK­I / GETTY Los éxitos deportivos, como los de la selección española de fútbol, suplen el inexistent­e liderazgo de ejemplarid­ad pública

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