Rendirse a tiempo
La confrontación entre la ley y la legitimidad ha ido acompañada en los últimos meses por iniciativas y movimientos tácticos con los que los defensores de cada principio buscaban la rendición de los otros, sin concesiones. O la legalidad se hacía a un lado, dando carta de naturaleza a un relato legitimista –secuenciado entre antes y después del cese del Govern Puigdemont y entre antes y después del 21-D–, o el unilateralismo renunciaba expresamente a mantener la independencia como un horizonte inexorable, sometiéndose a la ley y a las resoluciones judiciales. No había términos medios porque la dinámica de confrontación lo impedía. Hasta tal punto ha sido así que el empeño por que los discrepantes desistan sin remisión se ha trasladado al seno de ambos campos políticos. La salida de Puigdemont y de algunos de sus consejeros a Bélgica pudo generar desconcierto entre los independentistas. Pero ha sido el calendario institucional, preceptivo tras las últimas elecciones al Parlamento autonómico, lo que ha desencadenado la pugna entre los partidarios de la investidura del expresident y los favorables a la formación de un gobierno dentro de la legalidad. El desafío independentista orilló las diferencias entre PP, PSOE y Ciudadanos para establecer un frente común contra la ilegalidad. Pero ha bastado que asomaran las próximas elecciones en España para que la exigencia de rendición incondicional dirigida al legitimismo secesionista se haya convertido en una liza entre Ciudadanos y el PP para que el otro se avenga sin matices a los postulados propios.
En los peores años del implacable enfrentamiento entre el PP y el PSOE –entre los atentados del 11-M y los intentos de Rodríguez Zapatero para negociar con ETA– el objetivo perseguido por los contendientes no era la rendición sino la liquidación política del adversario, convertido en enemigo. Aun en el fragor de la contienda partidaria e institucional en torno al futuro de Catalunya se perciben tonos más comedidos que los que se emplearon a cuenta de la teoría de la conspiración. Aquel momento y este no pueden ser comparados en todos sus extremos, claro está. Pero cuando se subraya que nos encontramos ante la mayor crisis que el país ha debido afrontar desde el 23-F, se olvida ese otro cuestionamiento del Estado y sus instituciones que supuso la desinformación en torno al 11-M. La diferencia más relevante es que entonces se llegó a poner en solfa la actuación de la justicia por parte de quienes veían a España amenazada por una trama que, al parecer, iba desde la calle Ferraz hasta los últimos reductos de Al Qaeda pasando por ETA. Afortunadamente en esta ocasión ni los más entusiastas de “la independencia, ya” tratan así a la Fiscalía y al Tribunal Supremo. No reclaman su rendición, también porque se ven rendidos a la evidencia.
Las comparecencias ante el juez Llarena versionan el relato de la declaración unilateral de independencia en todas sus modalidades. Desde el irreversible anuncio de la constitución de la república catalana hasta el simbolismo de hacer público un deseo sin especiales intenciones de llevarlo a la práctica. El independentismo se desnuda ante la justicia, rindiéndose todo él frente a una requisitoria general. Pero también la justicia y el Estado se desnudan a cuenta del independentismo, porque bordean los límites de la separación de poderes cuando hay consideraciones de oportunidad, de prevención o de estimaciones hipotéticas en los autos. La estrategia de defensa es el eufemismo tras el cual los dirigentes independentistas, sin excepción, tratan de adecuarse a las circunstancias. Abonando, ante los suyos, el supuesto de que una cosa es la declaración ante el juez y otra el ánimo firme de sus propósitos. Pero también la justicia se rinde cuando aparece en el cuadro jugando con los investigados a una partida sin reglas previas, sobre quién debe continuar en prisión, quién puede sortear el trance mediante qué fianza, y qué conducta es tangencial a los hechos por los que se interesa la instrucción.
Rendirse en política es confiarlo todo a la buena suerte en unas próximas elecciones. Nadie las quiere, se dice. Pero nadie hace nada para evitarlas, confiando en que
El independentismo se desnuda ante la justicia, pero también la justicia y el Estado se desnudan a cuenta del independentismo
a última hora una ocurrencia sortee su convocatoria. Catalunya ha acabado con el mito de que el poder siempre sabe lo que se trae entre manos. Hasta el punto de que resulta imposible intuir siquiera quién exige a quién su rendición en estos momentos. No hay muestra más elocuente que el enredo interventor del 155 frente a la inmersión lingüística para atestiguarlo. Mejor rendirse a tiempo de buscar una salida.