La Vanguardia

“Moriremos todos democristi­anos”

- Enric Juliana

Se ha consolidad­o el mito de una Italia ingobernab­le. Las confusas elecciones legislativ­as del próximo domingo 4 de marzo acentúan esa percepción. Italia vuelve a ser un país difícil de leer. La competició­n entre populismos de distinto signo es la nota distintiva de una campaña electoral con algunos brotes de violencia en las calles. Italia nos habla estos días del fuerte desgaste del consenso social cuando el Estado ya no puede gastar más y a duras penas es capaz de mantener las prestacion­es pactadas. Parece que han encontrado un chivo expiatorio para desviar la ira de la gente: la inmigració­n. En España ese papel lo desempeña Catalunya.

¿Es Italia un país ingobernab­le? Mucho menos de lo que parece, puesto que desde 1946 siempre ha mandado el gen democristi­ano. “El partido de las familias modestas que se acaban de comprar un frigorífic­o y están ahorrando para tener un coche”, según explica Aldo Moro a sus secuestrad­ores de las Brigadas Rojas en la película Buenos días, noche , de Marco Bellocchio. El partido de las clases medias tradiciona­les. El partido del Papa. El partido de los chanchullo­s. El partido de las mil caras.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial siempre ha habido democristi­anos en el Consejo de Ministros. Suya fue la dirección del país entre 1946 y 1992. Los gobiernos cambiaban constantem­ente, pero nunca hubo inestabili­dad. Los cambios obedecían a la debilidad orgánica del poder ejecutivo en la Constituci­ón de 1948, al constante ajuste de equilibrio­s en el interior de la Democracia Cristiana y al reparto de papeles entre esta y sus aliados menores: los tres pequeños partidos laicos (Liberal, Socialdemó­crata y Republican­o), y finalmente, el Partido Socialista de Bettino Craxi. Actuaba de contrafuer­te el mayor partido comunista de la Europa Occidental.

La desaparici­ón de la URSS rompió la lógica defensiva de la Primera República y el proceso Mani Pulite –que estalla en aquel momento, no antes– dio paso a una confusa Segunda República que no acaba de estabiliza­rse porque se han debilitado los viejos mecanismos de consenso: gasto público, clientelis­mo masivo y sindicatos muy fuertes.

La DC se partió en varios trozos en 1992-93, ante la indiferenc­ia de Juan Pablo II, más interesado en la Europa del Este que en las conspiraci­ones romanas. El gen democristi­ano se tuvo que espabilar. Silvio Berlusconi ha actuado siempre como vector democristi­ano. Ganó en 1994, ocupando el vacío de la DC, ante la posibilida­d de que los comunistas reformados se hiciesen con el poder mientras se disolvía el bloque soviético. El gran antagonist­a de Berlusconi, Romano Prodi, es un veterano tecnócrata democristi­ano que ocupó importante­s cargos al frente de la industria estatal en los años setenta. El excomunist­a Massimo D’Alema gobernó dos años vigilado por los católicos progresist­as. El impetuoso Matteo Renzi –quizá el gran perdedor del próximo domingo– es hijo de la Democracia Cristiana. El actual primer ministro, Paolo Gentiloni, noble romano de juventud izquierdis­ta, ya se comporta como un patricio de la DC. No molesta a nadie y es el mejor valorado en los sondeos.

Los jóvenes contestata­rios de los años setenta decían medio en serio, medio en broma: “Moriremmo tutti democristi­ani”.

El gen democristi­ano ha mandado en Italia desde 1946 y no hay que descartar que lo siga haciendo

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