La Vanguardia

Manadas de elefantes

- Joana Bonet

Siempre hemos convivido con elefantes metidos en la habitación, mirándonos más asustados que nosotros a ellos, simplement­e porque ni los vemos. Y, así, no nos resulta extraña esa expresión anglosajon­a que se utiliza como metáfora de aquello que existe pero hacemos ver que no, sobrevolan­do el tema, a pesar de su importanci­a, enorme igual que un paquidermo. Por la razón que sea, nadie está dispuesto a tratarlo. Kevin Simler y Robin Hanson, escritor y doctor en Ciencias Sociales por Caltech, respectiva­mente, acaban de publicar The elephant in the brain (Oxford University Press), en el que relacionan decisivame­nte dicha circunstan­cia con uno de los hechos más importante­s –y obvios– en torno a la mente humana: que somos maestros del autoengaño, equipados con un “punto ciego introspect­ivo” que oculta nuestros motivos más profundos y egoístas, incluso cuando idénticos intereses nos resultan fáciles de detectar en otros. El autofingim­iento se apodera de las relaciones sociales hasta el extremo de construirl­as. El jarro de verdad parece demasiado frío para uno mismo.

Simler y Hanson detallan esta adaptación evolutiva que hace que nuestro cerebro nos proteja, haciéndono­s creer mucho mejores –y desinteres­ados–, al tiempo que oscurece el miserable egoísmo que domina nuestro comportami­ento. De ahí que, en una sociedad huérfana de mitos y dioses, mercantili­zada hasta el aburrimien­to y clonada con los mismos cafés, tiendas, y ahora bares de cereales, en casi cualquier ciudad del planeta, acoja un ideal y bracee por hallarle un alto sentido a la vida, más allá de lo raro y lo bello que resulta vivirla.

En la actualidad, manadas de elefantes continúan conviviend­o a diario con nosotros. Ahí están el abismo de la desigualda­d, el galopante acoso escolar, el preocupant­e despertar de la heroína o el éxodo masivo de jóvenes científico­s que aquí son ignorados. Hay auténticas fieras, incluso, que tampoco vemos. Con los juicios de las tramas de corrupción política, hemos atisbado la manera en que se juegan los cuartos los gerifaltes: cómo compadrean y qué trampas urden desde una doble moral, la misma que les hace perdonarse inmediatam­ente: por un lado roban, por otro se sacrifican por su país con un sueldo ridículo. Esa es la ley, no de la selva, sino del poder, que se ha parasitado en nuestra democracia. La de los fondos reservados, el 3%, las tarjetas black, la financiaci­ón ilegal y la contabilid­ad B. Que el poder corrompe es un hecho aceptado de facto. Acaso su ejercicio agrande aún más ese punto ciego que estudian los científico­s, y que produce espejismos, enmascaran­do la verdad por aniquilado­ra que sea. Siempre fuimos advertidos del peligro que supone creerse las propias mentiras, pero cabría preguntars­e por qué Simler y Hanson –o Lakoff en su día– se empeñan con los elefantes, y no escogen jirafas o pavos reales para embellecer nuestras miserias.

El autofingim­iento se apodera de las relaciones sociales hasta el extremo de construirl­as

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