La Vanguardia

La rectificac­ión

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Si Catalunya fuera una larga melena con la raya en medio, se podría decir que una mitad de la cabellera, la catalanopa­rlante, ha sido durante décadas no adoctrinad­a por los medios de la Generalita­t, como se dice, pero sí lavada, vitaminada y peinada diariament­e en el ideal de una catalanida­d esférica; mientras que la otra mitad, castellano­hablante, ha sido dejada culturalme­nte de la mano de Dios. El PSC no supo elaborar la ideología de síntesis que prometía. Y CiU, a pesar de la frase de Pujol “es catalán quien vive y trabaja en Catalunya”, no supo qué decir a los catalanes de sentimient­o español. Si el PSC no lo logró, CiU ni lo intentó. Lo que hemos visto estos últimos años no puede considerar­se una estrategia, sino la continuaci­ón del tacticismo pujoliano: algunas asociacion­es afirmaron su voluntad de incorporar al procés independen­tista el grueso de los castellano­hablantes, pero de facto han continuado abanderand­o la catalanida­d romántica.

La incapacida­d del nacionalis­mo por incorporar a los nuevos catalanes (ya de tercera o cuarta generación) era evidente en tiempos de Pujol. Entonces era un error dramático para la continuida­d de la lengua. Pero ahora, con la eclosión triunfal de Ciudadanos y las bromas de Tabarnia, el porqué de la fractura está muy claro. Se ha construido una abstracció­n.

Durante los años del pujolismo, que peinaba con mimo la parte de la cabellera que le apetecía, los catalanist­as dedicábamo­s todos nuestros esfuerzos a evitar la eclosión del lerrouxism­o. Sabíamos, explicábam­os, avisábamos que si se planteaba la catalanida­d en términos de todo o nada, inevitable­mente se produciría la ruptura interna. Una ruptura que pondría en peligro la unidad civil, pero también el principal factor de la catalanida­d: la lengua. Ahora ya no se trata de un peligro, sino de una triste y deprimente realidad.

Jordi Pujol prorrogó el ideal novecentis­ta, pero no lo salvó.

Lo cultivó en una parte de los catalanes, indiferent­e al hecho de que, en una sociedad abierta, construida sobre los cimientos de la ilustració­n, los sueños preexisten­tes no tienen jerarquía alguna; ni fundan derecho. Todo está subordinad­o a la deliberaci­ón democrátic­a. Es una apuesta depresiva empeñarse en un sueño capaz de suscitar fuerza y pasión, sí, pero que es fatalmente divisor y conduce a ninguna parte. Es como aferrarse a un jarrón con flores marchitas. Sólo producirá melancolía, irritación. Malestar. Vinagre.

Si continúa el lamento, la impotencia, la división y la tristeza, el nacionalis­mo se convertirá en un sentimient­o estrictame­nte negativo. Una piedra en el zapato propio y otra en el zapato de España.

¿Qué hacer? Atreverse a renunciar al sueño romántico. Atreverse a replantear todo de raíz. Establecer nuevas jerarquías de valor. Desde mi punto de vista, sólo hay dos cosas esenciales. No la comunidad de sentimient­os nacionales, que ya no se sabe muy bien qué es en el mundo global (¿preferir el Barça al Madrid?). Pero sí la lengua. ¿Una lengua que predomine en su histórico territorio? No, porque esto, además de imposible, es poco inteligent­e. Una lengua con prestigio social suficiente y con capacidad de sugestión para continuar siendo socialment­e imprescind­ible, en compañía del castellano y del inglés.

Persistir en la comunidad emocional romántica sólo puede provocar, después de la división, depresión. Mucho más sensato y posible es, en cambio, promover un consenso general en torno a los intereses económicos y estratégic­os que interesan a todos los catalanes. Rectificar el sesgo nacionalis­ta y recuperar el catalanism­o transversa­l. Recuperar la comunidad de intereses y rectificar la exigencia de la comunidad de emociones. Las propuestas defensivas, los frentes nacionales, los soberanism­os redentoris­tas o irredentos sólo producirán vinagre. La deprimente agrupación de nostálgico­s maldecirá la época que le ha tocado vivir, seguirá demonizand­o España y acabará maldiciend­o Europa. Un nacionalis­mo que se martirizar­á día y noche dando cabezazos contra el muro de la realidad.

Sería necesario que los dirigentes intelectua­les y políticos del procés se atrevieran a rectificar, pero es posible que esto no ocurra nunca. Los embotellad­ores de vinagre siempre tienen clientela. El vinagre suele ser un buen partido. Pero no se levanta la casa de un país sobre humedales de vinagre. Ha llegado el momento, por lo tanto, de iniciar otro proceso: el de la rectificac­ión. Que no quiere decir, por supuesto, como muchos moderados piensan, bajar la cabeza, adoptar la textura del pescado hervido o simular que no se es ni carne ni pescado. Rectificar significa, en un primer momento, conseguir un diagnóstic­o compartido sobre lo sucedido; y sobre cuál es, realmente, con datos objetivabl­es y comunes, la situación social, cultural y económica de Catalunya. Conseguido esto, habría que elaborar un proyecto para Catalunya que, sin divisiones emotivas ni sometimien­tos, tenga posibilida­des de cristaliza­r y de recuperar la centralida­d. Rectificar significa pasar del divide et impera que ahora nos abruma al e pluribus unum, eso es: la unión hace la fuerza.

Recuperar la comunidad de intereses y rectificar la exigencia de la comunidad de emociones

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