Confesiones de ‘boudoir’
La nit de Molly Bloom
Autor: José Sanchís Sinisterra, basado en el soliloquio final del Ulysses de James Joyce
Dirección y adaptación: Artur Trias
Intérpretes: Àngels Bassas y Jep Barceló
Lugar y fecha: Sala Muntaner (28/II/2018) Sólo cuando la voz de Leopold Bloom –protagonista del Ulysses de James Joyce– se apaga en su dormitorio rendido al sueño, se enciende a su lado la voz insomne de su mujer, Molly Bloom, para cerrar con carnal sinceridad el libro imposible. Con estas 25.000 palabras en torrente Jose Sanchís Sinisterra creó en 1979 un soliloquio para que una gran actriz pudiera mostrarse en su plenitud. Así recordamos a Rosa Novell, dirigida en el Artenbrut por Lurdes Barba. Ahora es Àngels Bassas la que toma el relevo y el reto en la primera versión en catalán del texto, adaptada y dirigida por Artur Trias.
Molly es una mujer que ha sabido encajar su singularidad en la pacata sociedad irlandesa de principios del siglo XX. Una feminista sin teoría que ha empezado su revolución reivindicando de madrugada su libertad sexual. Se podría decir que este monólogo es un diálogo con su cuerpo. Conversación sobre la memoria sensorial y sensual, los estragos físicos del paso del tiempo, el atractivo, la capacidad de seducción, su relación con otros cuerpos, con la maternidad, la menstruación. Desde esta lectura el trabajo de la Bassas es exquisito en su naturalidad, sutilmente procaz, con la libertad de quien actúa sin sentirse escrutado por el ojo de la moral. Un diálogo hecho de un flujo de pequeños gestos y en la delicada pero firme apropiación física del reducido espacio (la cama y su inmediato entorno de intimidad, el cuerpo inerte del esposo).
Un manifiesto sexual sin título –propiciado por el propio Joyce– que quizás ensombrece otras facetas del personaje. Trias argumenta que ha querido sugerir un paisaje estético próximo a la crudeza de Egon Schiele. La aparición y el tono de la actriz recuerda más a una novela de boudoir de Flaubert que al expresionismo descarnado del pintor austriaco. No hay atisbo de feísmo –exterior e interior– en un montaje sin sobresaltos. Un viaje suave por las confesiones de una mujer. Incluso los episodios más oscuros, como el recuerdo del hijo muerto, pasan casi imperceptibles en medio de una oda a una vida meridianamente feliz. Ni siquiera el horizonte de la decadencia física –como si la lucidez aristocrática de la Mariscala de Strauss-Hofmannsthal se trasladara a la clase media de Dublín– emerge como un contrapunto fuerte. Y quizá debería ya que la Molly de Trias está a punto de traspasar la frontera de los cuarenta, edad clave en una mujer de 1904.
El aspecto más discutible de esta función, junto a las intervenciones del personaje dormido –en esos momentos se añora a Willie de Beckett–, es un escenario demasiado elevado que hace desaparecer a veces a la protagonista.