Epitafio romano
La metáfora no puede ser más precisa: “La parálisis de hoy es la gangrena de mañana”, escribía ayer Sergi Pàmies. La gangrena, si no me equivoco, es consecuencia de una infección mal curada. Y la principal infección catalana es la división. Lo que preocupa a empresarios, funcionarios y ciudadanos es la degradación de los órganos del gobierno autónomo catalán. Y efectivamente, tal degradación es bastante más profunda de lo que se explica: por culpa del 155 son muchos los servicios empantanados y muchas las actividades económicas y sociales bloqueadas. Pero existe una infección más grave, si cabe: si nuestras instituciones públicas y civiles no se apresuran a construir puentes, la división entre catalanes será un hecho irreversible.
Otras veces he usado el término ulsterización. No como un deseo, por supuesto, sino, al contrario, como el temor máximo. Por moderado, se me acusa con frecuencia de cobardía: se afirma que somos esclavos del statu quo. Una parte de ERC (Tardà) esta probando ahora esta medicina. Pero, más allá de esta caricatura, hay un hecho probado: el peligro potencial al que yo me he referido con mayor frecuencia ha emergido espectacularmente en los últimos tiempos. Se han destruido los equilibrios que la sociedad catalana había sabido encontrar.
Desde la trinchera españolista, hay quien persigue la ulsterización con indisimulado gozo. Aznar, por ejemplo, lo formuló como una amenaza: los medios de comunicación
Como el inquilino de una vieja tumba romana, podríamos decir: “Estaba bien; por querer estar mejor, estoy aquí”
españoles se han dedicado a ello en cuerpo y alma en los últimos meses, desde que el proceso apareció como una amenaza real. Ahora bien: que el nacionalismo catalán no lo haya explicitado como Aznar no significa que no haya trabajado a fondo en la misma línea. En mi artículo del pasado lunes lo explicaba utilizando la metáfora de una larga cabellera: el nacionalismo catalán, a través de sus instrumentos (política cultural, medios de comunicación), sólo ha peinado una parte de la melena del país. Cada vez que se ha dado por supuesto que la lengua, las emociones y la identidad de una enorme parte de los catalanes no tenían interés cultural o informativo se estaba apostando por el modelo del Ulster.
El nacionalismo se ha impuesto barriendo el catalanismo. El nacionalismo separa, el catalanismo unía: funcionaba como una almohada, como un airbag. El nacionalismo exige adhesiones y construye esferas puras que la realidad desmiente. El nacionalismo español y el catalán son así. Se necesitan el uno al otro: no hay más que ver los debates mediáticos catalanes: la confrontación entre pintorescos extremosos ha conseguido eclipsar la existencia de un enorme espacio de consenso.
La infección está a punto de convertirse en gangrena, que se combate con la amputación. ¿Por dónde hay que empezar a cortar? La cosa empezó en tiempos de Aznar: quiso amputar de facto los nacionalismos del consenso constitucional. Después, el nacionalismo catalán quiso amputar España. El resultado lo resume aquel epitafio que puede leerse en una vieja tumba romana: “Yo estaba bien; por querer estar mejor, estoy aquí”.