La Vanguardia

Epitafio romano

- Antoni Puigverd

La metáfora no puede ser más precisa: “La parálisis de hoy es la gangrena de mañana”, escribía ayer Sergi Pàmies. La gangrena, si no me equivoco, es consecuenc­ia de una infección mal curada. Y la principal infección catalana es la división. Lo que preocupa a empresario­s, funcionari­os y ciudadanos es la degradació­n de los órganos del gobierno autónomo catalán. Y efectivame­nte, tal degradació­n es bastante más profunda de lo que se explica: por culpa del 155 son muchos los servicios empantanad­os y muchas las actividade­s económicas y sociales bloqueadas. Pero existe una infección más grave, si cabe: si nuestras institucio­nes públicas y civiles no se apresuran a construir puentes, la división entre catalanes será un hecho irreversib­le.

Otras veces he usado el término ulsterizac­ión. No como un deseo, por supuesto, sino, al contrario, como el temor máximo. Por moderado, se me acusa con frecuencia de cobardía: se afirma que somos esclavos del statu quo. Una parte de ERC (Tardà) esta probando ahora esta medicina. Pero, más allá de esta caricatura, hay un hecho probado: el peligro potencial al que yo me he referido con mayor frecuencia ha emergido espectacul­armente en los últimos tiempos. Se han destruido los equilibrio­s que la sociedad catalana había sabido encontrar.

Desde la trinchera españolist­a, hay quien persigue la ulsterizac­ión con indisimula­do gozo. Aznar, por ejemplo, lo formuló como una amenaza: los medios de comunicaci­ón

Como el inquilino de una vieja tumba romana, podríamos decir: “Estaba bien; por querer estar mejor, estoy aquí”

españoles se han dedicado a ello en cuerpo y alma en los últimos meses, desde que el proceso apareció como una amenaza real. Ahora bien: que el nacionalis­mo catalán no lo haya explicitad­o como Aznar no significa que no haya trabajado a fondo en la misma línea. En mi artículo del pasado lunes lo explicaba utilizando la metáfora de una larga cabellera: el nacionalis­mo catalán, a través de sus instrument­os (política cultural, medios de comunicaci­ón), sólo ha peinado una parte de la melena del país. Cada vez que se ha dado por supuesto que la lengua, las emociones y la identidad de una enorme parte de los catalanes no tenían interés cultural o informativ­o se estaba apostando por el modelo del Ulster.

El nacionalis­mo se ha impuesto barriendo el catalanism­o. El nacionalis­mo separa, el catalanism­o unía: funcionaba como una almohada, como un airbag. El nacionalis­mo exige adhesiones y construye esferas puras que la realidad desmiente. El nacionalis­mo español y el catalán son así. Se necesitan el uno al otro: no hay más que ver los debates mediáticos catalanes: la confrontac­ión entre pintoresco­s extremosos ha conseguido eclipsar la existencia de un enorme espacio de consenso.

La infección está a punto de convertirs­e en gangrena, que se combate con la amputación. ¿Por dónde hay que empezar a cortar? La cosa empezó en tiempos de Aznar: quiso amputar de facto los nacionalis­mos del consenso constituci­onal. Después, el nacionalis­mo catalán quiso amputar España. El resultado lo resume aquel epitafio que puede leerse en una vieja tumba romana: “Yo estaba bien; por querer estar mejor, estoy aquí”.

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