La Vanguardia

Roser Capdevila

- Jordi Llavina

Hace tiempo que podría haber escrito un artículo sobre Roser Capdevila. No exactament­e el que están leyendo, sino otro. Va para veinte años que la conozco (y hace algunos más que la admiro como ilustrador­a). Acaso esperaba tener en las manos un libro como este para hacerlo. Se titula La nena que volia dibuixar (Angle), y redefine el género de la literatura del yo. ¡Qué de libros de caracterís­ticas similares hemos leído a lo largo de nuestra vida! Pocos, sin embargo, en que los dibujos tengan tanto peso como las palabras (he aquí la innovación). Y, a buen seguro, ninguno en que el alma de un sinfín de personajes hormiguee de un modo tan conmovedor como en este –que lleva el subtítulo de Els meus petits records de postguerra–.

Yo me preguntaba: Capdevila, ¿goza de una memoria prodigiosa o, más bien, de una memoria selectiva? Al cabo, concluí que Roser tiene una prodigiosa memoria selectiva, y la obra es una valiosa destilació­n de ello. “Los hijos de la posguerra nos distraíamo­s con cualquier cosa a nuestro alcance. Convertíam­os los objetos en juguetes y los lugares, en espacios mágicos”. El libro repasa la eternidad de miseria, frío (real y moral), miedo, pero también sueños, de la posguerra. El friso de la familia Capdevila-Valls es formidable. Hay momentos en que uno cree leer a Calders. Como el del retrato de don Gerardo, padre de unas maestras de la autora: al fallecer el buen hombre, las hijas pegaron su bigote al cuadro. O el del día de Reyes más triste, en que Capdevila había pedido a Sus Majestades una bicicleta, “pero me trajeron una muñeca con cabeza de pasta y cuerpo de trapo. ¡Me disgustó tanto que la arrojé al suelo con todas mis fuerzas!”.

Es un maravillos­o libro con santos, como se decía antaño. Santos y diablillos (¡y hasta la bicha!). El reportaje de la sociedad de Horta de los cuarenta se me antoja magnífico. Y también el de una familia corriente y moliente, en que creció una niña de pelo ensortijad­o, rebelde y pizpireta, que un día, a los trece años, tuvo la ocurrencia de escribirle al presidente Eisenhower pidiéndole que la invitara a su país (¡ahí es nada!). Esa niña, años después, cumplió su sueño: dedicarse al dibujo, su gran pasión. (Por cierto, me hizo ilusión saber que Roser empezó a dibujar su memoria de infancia en un bloc que le regalé en el 2001. ¡Por un regalo que acierto en la vida!)

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