El feminismo como ecuación
La pregunta “por qué eres feminista” es de las que invitan a la contrapregunta: “¿Es que se puede no ser feminista?”. Por supuesto se puede, aunque justificarlo no resulte fácil. Si se dan por buenas las innumerables estadísticas que constatan la desigualdad salarial, de oportunidades o de carga de trabajo familiar, y a la vez se admite que el feminismo consiste en combatir esa desigualdad, no se puede ser otra cosa que feminista. A menos, claro, que se piense que las estadísticas están adulteradas o se discrepe sobre el significado del término feminismo. O a menos que se considere que la igualdad no es un derecho irrenunciable, que todo es posible.
Resuelta esta sencilla ecuación, al hombre que se siente feminista se le plantea el reto de asumir con naturalidad su condición. Es tal la carga peyorativa que ha acumulado el término (son muchos años de estigmatizar al feminismo reduciéndolo a la minoría intolerante del movimiento) que suena realmente insólito que un hombre se defina feminista. ¿Hombres feministas? Vaya rareza, ¿no? Y, sin embargo, a nadie se le ocurre negar a alguien el derecho a sentirse pacifista aunque no viva en Guta Oriental bajo una lluvia de bombas de El Asad.
En fin. Hay al menos un tercer motivo para asumir la condición de hombre feminista (y apoyar el 8-M): el alivio. Porque si un día se consigue la igualdad, nos habremos librado de la carga de sinrazón acumulada durante siglos en los que desde el machismo se ha intentado justificar lo injustificable. Y ya no habrá que arrepentirse cada vez que, por comodidad, desistimos de afear a un conocido una actitud que nos parece misógina.
Pretender la igualdad es también aspirar al alivio de no tener que seguir justificando lo que es injustificable