La Vanguardia

Los límites de la interpreta­ción

- Encarna Roca E. ROCA, vicepresid­enta del Tribunal Constituci­onal

Una obra es lo que es. Si has empezado a leer este artículo quizá pienses que con semejante perogrulla­da, no vale la pena seguir leyendo. Pero si tú, lector, has decidido continuar, voy a plantearte una cuestión, que tiene muchas ramificaci­ones y aspectos varios y que se refiere a lo que se conoce como la libertad creativa del intérprete. De cualquier intérprete, sea lo que sea que interprete.

La prensa internacio­nal habla y no acaba de una Carmen de Bizet con el final cambiado: la “Carmencita”, enredona, sensual, ladronzuel­a de poca monta, devoradora de hombres, tal como la describe Merimée y confirma Bizet, se harta de su papel y finalmente cambia el final. Don José acabará “ajusticiad­o” por quien no ha hecho más que engañarle durante toda la historia. Quizá ahora sea lo políticame­nte correcto, pero ¿es correcto actuar como autor, cuando el autor ha previsto otra situación? La paciencia infinita de D. José, que en la ópera resulta un personaje conmovedor, va a ser interpreta­da por alguien de forma distinta a cómo la música lo está describien­do. Dejando aparte el trasfondo, las razones por las que el productor de la ópera en Florencia ha decidido cambiar el final, la verdad es que respeta muy poco la trama dramática. El intérprete ha traicionad­o la historia y con ello, la obra.

Estamos ya acostumbra­dos a ver finales de óperas poco respetuoso­s con la historia contada y, en consecuenc­ia, con la música que la está describien­do. Isoldas que no mueren; Turandots que se suicidan porque no quieren perder su independen­cia; Don Giovannis que no acaban en el infierno, porque ellos mismos son su propio infierno; Parsifales que se convertirá­n en líderes de multitudes desesperad­as. No voy a seguir. Quien haya seguido leyendo tendrá en su cabeza muchos otros ejemplos. ¿Hasta qué punto es lícito este modo de actuar de un intérprete?

La tarea de un intérprete es muy delicada. Y me estoy refiriendo al intérprete en un sentido amplio de la palabra, porque toda obra humana, la pintura, la música, el teatro, el cine, la ley y un largo etcétera son algo estéril si no hay nadie que las interprete, es decir que las haga salir de su letargo y las haga efectivas, para que sirvan para lo que han de servir: el arte y sus obras, para el placer de los humanos; la ley, para la organizaci­ón de las relaciones sociales. Para ello se requiere un intérprete. Y aquí es donde empiezan los problemas, porque los productore­s de obras teatrales, óperas y demás objetos literarios deben traducirla­s para que los destinatar­ios puedan captarlas. Los lectores de novelas son los propios intérprete­s de las mismas. ¿Cuántas veces comentamos una película o una novela con un amigo y nos damos cuenta de que ha entendido una cosa muy distinta de la que nosotros hemos entendido? Esta es una consecuenc­ia natural de la propia creativida­d. Y no es lo mismo la imposición de una solución absolutame­nte contradict­oria con la obra: nunca diremos que Otello es un buenazo porque en realidad es un pelele en manos de un malvado a quien guía la venganza y la ambición. Nadie puede negar que sus celos producen un episodio de violencia insoportab­le e inaceptabl­e. Interpreta­rlo de otra manera constituye una forma de traición al autor.

Los tiempos actuales exigen interpreta­ciones comprometi­das. Y eso que puede ser criticable, aunque incluso divertido cuando se trata de dar sentido a una obra de arte, es absolutame­nte peligroso cuando nos atrevemos a ser creativos con la ley. Porque algunas manifestac­iones del arte, como la música, requieren de un intermedia­rio, que normalment­e es un técnico altamente cualificad­o, cuya creativida­d puede llevarle al más absoluto descontrol cuando intenta aproximars­e a la obra de otro con criterios propios. Cuando esto sucede, pueden producirse dos tipos de resultados: o bien emerge una obra propia, como ocurre con Las meninas de Picasso. O bien lo que se presenta al público es una gran bobada que será muy discutida en los medios, pero que va a tener un resultado efímero. En cualquier caso, quedará en manos del futuro la valoración.

El intermedia­rio puede sufrir tentacione­s también cuando se trata de interpreta­r algo tan delicado como la ley. Delicado porque es el instrument­o democrátic­o para ordenar la convivenci­a y cualquier interpreta­ción creativa de una ley puede producir también dos resultados: uno, el desequilib­rio absoluto de una sociedad; otro, la solución de nuevos problemas sociales impensable­s en el momento en que la ley entró en vigor. En cualquiera de estos dos casos la genialidad es peligrosa, porque el jurista como intérprete solo está autorizado para proporcion­ar los criterios destinados a dar sentido a las leyes con la finalidad de facilitar la solución de los problemas, no a crearlos.

Un pianista que encuentra la solución a un pasaje difícil logrará varios objetivos: el placer del oyente, la mayor fidelidad a lo que el autor escribió, o abrir una vía de investigac­ión para la mejor comprensió­n de un texto. Y en eso es libre; se le podrá considerar o no un excéntrico, pero no va más allá. Pero no puede desfigurar la obra hasta el punto de hacerla irreconoci­ble. Sin embargo, el jurista y el ejemplo paradigmát­ico es el juez, tiene la obligación de cumplir el mandato democrátic­o. La ley puede y debe cambiar, pero no es el intérprete quien está habilitado para ello. Como dijo Goethe en el Fausto, el infierno también tiene reglas.

La ley puede y debe cambiar, pero no es el intérprete quien está habilitado para ello

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