Daños reversibles e irreversibles
Entre los historiadores está de alguna forma extendida la creencia de que los presidentes estadounidenses que cumplieron sólo un mandato de cuatro años o incluso menos apenas dejaron huella. Dicha tesis presenta numerosas excepciones, al menos en los últimos 60 años. La breve presidencia de John Kennedy fue más rica en esperanzas que en realidades, pero de entonces data el primer Tratado de No Proliferación nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Jimmy Carter protagonizó una presidencia anodina y sacudida por una gran crisis energética, pero consiguió que israelíes y egipcios suscribieran los acuerdos de Camp David, uno de los hitos más esperanzadores de la historia de Oriente Medio. En fin, George Bush padre quizás no estuvo a la altura de su carismático predecesor, Ronald Reagan, pero en su mandato cayó el muro de Berlín y se puso punto final a la guerra fría.
La reflexión al respecto es si, en el supuesto de que Donald Trump se quede en un solo mandato o incluso menos, bien porque sea removido del cargo (impeachment) en los próximos dos años y medio, bien porque no obtiene la reelección en el 2020, las secuelas de su acción de gobierno –por llamarla de alguna forma– serán irreversibles.
En política interior no parece que vaya a ser así. A pesar de sus denodados esfuerzos por desmantelar la reforma sanitaria de Barack Obama, no lo ha conseguido, aunque sí la ha dejado bastante tocada. Sus intentos para modificar significativamente la política inmigratoria se están topando con los tribunales de justicia, cuando no con las competencias estatales (California) o municipales (San Francisco, Nueva York). En cuanto a su logro legislativo más importante, la reforma fiscal del pasado mes de diciembre, es de sobra sabido que la fiscalidad estadounidense es de naturaleza esencialmente fluida, así que no sería en absoluto descartable que un futuro Congreso dominado por el partido de la oposición efectúe cambios significativos en ese ordenamiento.
Lo que sí sería paradójico es que la presidencia Trump pasara a la historia por conseguir que el Congreso restringiera, siquiera fuera levemente, la libre adquisición y compraventa de armas de fuego, porque sí es cierto que, a diferencia de lo ocurrido tras otras masacres, muchas grandes corporaciones han roto amarras con el poderoso lobby armamentístico a raíz de la matanza del pasado día de San Valentín en Parkland, Florida. Si, a pesar de su encendida defensa de la segunda enmienda
No parece imposible que en política interior se pueda dar la vuelta a la política de Trump, otra cosa es la exterior
–la que protege constitucionalmente el derecho a portar armas–, Trump muestra cierta sensibilidad en esta materia, es posible que el Congreso actúe.
Queda la política exterior, el campo en el que la Casa Blanca goza de mayores competencias. Como comentaba recientemente un analista del Financial Times, Philip Stephens, el neoaislacionismo de Trump y su pusilanimidad a la hora de denunciar las evidentes injerencias rusas no ya sólo en las elecciones presidenciales que le dieron la victoria sino en los procesos electorales de diversos países occidentales, han dado alas a Vladímir Putin y, en general, a todos los autócratas que en el mundo han sido. Como afirma el propio Stephens, la hegemonía norteamericana no ha podido sobrevivir a la redistribución del poder económico hacia el este y hacia el sur y, especialmente, a la determinación de China de adoptar un rol global.
Aquí la paradoja sería que, tras comparar los tamaños de sus respectivos aparatos nucleares e intercambiarse diversas bravatas, Trump y el norcoreano Kim Jong Un llegaran a un acuerdo que desactivara esa grave amenaza a la paz mundial. Han acordado reunirse en mayo, seguro que se caen personalmente bien, no hay más que verlos.