Mujeres de antes
No sé cómo habría sido la vida de mi abuela, de no haber quedado viuda muy joven, con una hija y una deuda. Lo superó trabajando de sol a sol y sin perder el tiempo en lágrimas. Su tienda, en una calle periférica de mi pueblo ampurdanés, fue en los años 30 y 40 del siglo pasado lo que hoy llamaríamos el centro cívico del barrio. Por supuesto, sin subvenciones.
Era el lugar de encuentro de las mujeres, que se contaban sus penas. Los excesos de los maridos, las embestidas de las enfermedades que hoy se curan con un simple antibiótico, la pobreza infinita de aquellos años. La abuela, sin estudios de enfermería, ponía las inyecciones a los enfermos del barrio. También escuchaba las crudas confidencias de las chicas de un prostíbulo vecino. Durante la guerra, se enfrentó sin miedo a los gallitos del comité republicano. Armados con revólveres, buscaban imágenes religiosas. Llegó a temer por su vida, pero no se humilló, no agachó la cabeza.
De pequeño, gracias al ejemplo de la abuela, yo crecí con el convencimiento de que la fortaleza, la determinación y el coraje eran virtudes femeninas. Todavía lo creo. No es una concesión a la formidable ola feminista actual, sino una herencia íntima.
Mi madre también era fuerte. Eran poquísimos los jóvenes que, en aquella Bisbal de posguerra, estudiaban el bachillerato. De madrugada, con frío o lluvia, mi madre se acercaba con un grupo de chicos al pueblo de Corçà en bicicleta. Los esperaba la senyoreta Vigo, de familia republicana, que había perdido la plaza por razones políticas y que, después de unos años de ostracismo, había vuelto a empezar en aquel pueblo. Entre 6 y 9 de la mañana, antes de que empezara la jornada escolar convencional, los alumnos de bachillerato de Victòria Vigo se preparaban para los exámenes por libre que convocaba el instituto de Girona. Profesora durísima, si no sabían resolver los problemas o eran incapaces de desarrollar el tema que les preguntaba, podía ser extremadamente ácida. A aquellos púberes que madrugaban para resolver ecuaciones, la senyoreta Vigo les recordaba que, mientras la mayoría de los adolescentes trabajaban de aprendices en talleres y fábricas, ellos disfrutaban del lujo del estudio.
Si llegaban tarde o se quejaban del frío, les caía un chaparrón. La pedagogía de la senyoreta Vigo era sencilla y clara: esfuerzo máximo, sobriedad expresiva, ningún lamento. Muchos años después, cuando yo la conocí, todavía ejercía, pero ya en La Bisbal. Muy delgada, el gesto enérgico, unos ojos claros que refulgían como rayos. Impresionaba. Su marido, el senyor Clares, también ejercía. Lo recuerdo calvo, pausado, con cierta barriga. Era un buen maestro, pero, el prestigio en aquellos primeros sesenta de mi infancia ampurdanesa, se lo llevó siempre ella. Décadas después, todavía la recuerdan, en particular los alumnos a quienes hizo llorar. Sobrevivió al franquismo gracias a su autoridad moral, sin agachar la cabeza.
Mi madre también se examinó de Magisterio por libre. Con el título en el bolsillo, hacía unos 12 kilómetros diarios en bicicleta para dar clase en Palau-sator, un pueblecito que ahora tiene un cierto prestigio turístico, vagamente toscano, pero que en aquellos años era una aldea rústica y aislada. Guardo una foto suya de aquellos años: la frente despejada, media melena y vestido claro, de una pieza. Está enseñando manualidades a las niñas de Palau. Parece encantada ejerciendo de maestra, pero, como muchas mujeres de los tiempos de Franco, en cuanto mi padre consiguió cierto estatus, ella dejó la docencia para dedicarse a la casa y los cuatro hijos. Sospecho se aburrió haciendo de Doris Day. Perdió su dimensión social. Quedó aislada. También en Estados Unidos se produjo tal regresión. El movimiento de la emancipación femenina no es lineal, ha tenido fuertes retrocesos. Sin embargo, mi madre leyó Mística de la feminidad, de Betty Friedan, pionera del feminismo, que pone nombre al “problema sin nombre” de las mujeres. Ni ella ni la abuela Remei necesitaron muchos discursos para inculcarnos la idea de la igualdad de los sexos.
En realidad, ahora que lo pienso, mi infancia estuvo poblada por grandes mujeres y por hombres menores, borrosos o decididamente necios. Mi abuelo por parte de padre era barbero en Girona. Cuando lo visitábamos, corríamos a sentarnos junto al montón de tebeos que la barbería ofrecía a la clientela, enfrascada siempre en una tertulia. La abuela María, su esposa, también se sentaba en la barbería, junto a la estufa de leña. Cosía en silencio mientras los hombres conversaban. Un día –me quedó grabado– ella quiso intervenir en la conversación. No había empezado la frase, cuando el abuelo, despectivo, le espetó: “¡Cállate!”. Telémaco, tres mil años antes, hizo callar a su madre Penélope iniciando formalmente una actitud que aquel niño que yo era, aunque sin conciencia cívica, ya no podía tolerar. Era un niño de siete años, pero ya había escuchado las voces de muchas mujeres valientes y lúcidas para saber, no sólo que la abuela María era una víctima, sino que el abuelo era un perfecto cretino.
No sé cómo habría sido la vida de mi abuela de no haber quedado viuda muy joven, con una hija y una deuda