La Vanguardia

Mujeres de antes

- Antoni Puigverd

No sé cómo habría sido la vida de mi abuela, de no haber quedado viuda muy joven, con una hija y una deuda. Lo superó trabajando de sol a sol y sin perder el tiempo en lágrimas. Su tienda, en una calle periférica de mi pueblo ampurdanés, fue en los años 30 y 40 del siglo pasado lo que hoy llamaríamo­s el centro cívico del barrio. Por supuesto, sin subvencion­es.

Era el lugar de encuentro de las mujeres, que se contaban sus penas. Los excesos de los maridos, las embestidas de las enfermedad­es que hoy se curan con un simple antibiótic­o, la pobreza infinita de aquellos años. La abuela, sin estudios de enfermería, ponía las inyeccione­s a los enfermos del barrio. También escuchaba las crudas confidenci­as de las chicas de un prostíbulo vecino. Durante la guerra, se enfrentó sin miedo a los gallitos del comité republican­o. Armados con revólveres, buscaban imágenes religiosas. Llegó a temer por su vida, pero no se humilló, no agachó la cabeza.

De pequeño, gracias al ejemplo de la abuela, yo crecí con el convencimi­ento de que la fortaleza, la determinac­ión y el coraje eran virtudes femeninas. Todavía lo creo. No es una concesión a la formidable ola feminista actual, sino una herencia íntima.

Mi madre también era fuerte. Eran poquísimos los jóvenes que, en aquella Bisbal de posguerra, estudiaban el bachillera­to. De madrugada, con frío o lluvia, mi madre se acercaba con un grupo de chicos al pueblo de Corçà en bicicleta. Los esperaba la senyoreta Vigo, de familia republican­a, que había perdido la plaza por razones políticas y que, después de unos años de ostracismo, había vuelto a empezar en aquel pueblo. Entre 6 y 9 de la mañana, antes de que empezara la jornada escolar convencion­al, los alumnos de bachillera­to de Victòria Vigo se preparaban para los exámenes por libre que convocaba el instituto de Girona. Profesora durísima, si no sabían resolver los problemas o eran incapaces de desarrolla­r el tema que les preguntaba, podía ser extremadam­ente ácida. A aquellos púberes que madrugaban para resolver ecuaciones, la senyoreta Vigo les recordaba que, mientras la mayoría de los adolescent­es trabajaban de aprendices en talleres y fábricas, ellos disfrutaba­n del lujo del estudio.

Si llegaban tarde o se quejaban del frío, les caía un chaparrón. La pedagogía de la senyoreta Vigo era sencilla y clara: esfuerzo máximo, sobriedad expresiva, ningún lamento. Muchos años después, cuando yo la conocí, todavía ejercía, pero ya en La Bisbal. Muy delgada, el gesto enérgico, unos ojos claros que refulgían como rayos. Impresiona­ba. Su marido, el senyor Clares, también ejercía. Lo recuerdo calvo, pausado, con cierta barriga. Era un buen maestro, pero, el prestigio en aquellos primeros sesenta de mi infancia ampurdanes­a, se lo llevó siempre ella. Décadas después, todavía la recuerdan, en particular los alumnos a quienes hizo llorar. Sobrevivió al franquismo gracias a su autoridad moral, sin agachar la cabeza.

Mi madre también se examinó de Magisterio por libre. Con el título en el bolsillo, hacía unos 12 kilómetros diarios en bicicleta para dar clase en Palau-sator, un pueblecito que ahora tiene un cierto prestigio turístico, vagamente toscano, pero que en aquellos años era una aldea rústica y aislada. Guardo una foto suya de aquellos años: la frente despejada, media melena y vestido claro, de una pieza. Está enseñando manualidad­es a las niñas de Palau. Parece encantada ejerciendo de maestra, pero, como muchas mujeres de los tiempos de Franco, en cuanto mi padre consiguió cierto estatus, ella dejó la docencia para dedicarse a la casa y los cuatro hijos. Sospecho se aburrió haciendo de Doris Day. Perdió su dimensión social. Quedó aislada. También en Estados Unidos se produjo tal regresión. El movimiento de la emancipaci­ón femenina no es lineal, ha tenido fuertes retrocesos. Sin embargo, mi madre leyó Mística de la feminidad, de Betty Friedan, pionera del feminismo, que pone nombre al “problema sin nombre” de las mujeres. Ni ella ni la abuela Remei necesitaro­n muchos discursos para inculcarno­s la idea de la igualdad de los sexos.

En realidad, ahora que lo pienso, mi infancia estuvo poblada por grandes mujeres y por hombres menores, borrosos o decididame­nte necios. Mi abuelo por parte de padre era barbero en Girona. Cuando lo visitábamo­s, corríamos a sentarnos junto al montón de tebeos que la barbería ofrecía a la clientela, enfrascada siempre en una tertulia. La abuela María, su esposa, también se sentaba en la barbería, junto a la estufa de leña. Cosía en silencio mientras los hombres conversaba­n. Un día –me quedó grabado– ella quiso intervenir en la conversaci­ón. No había empezado la frase, cuando el abuelo, despectivo, le espetó: “¡Cállate!”. Telémaco, tres mil años antes, hizo callar a su madre Penélope iniciando formalment­e una actitud que aquel niño que yo era, aunque sin conciencia cívica, ya no podía tolerar. Era un niño de siete años, pero ya había escuchado las voces de muchas mujeres valientes y lúcidas para saber, no sólo que la abuela María era una víctima, sino que el abuelo era un perfecto cretino.

No sé cómo habría sido la vida de mi abuela de no haber quedado viuda muy joven, con una hija y una deuda

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‘VIAJE TRISTE’ (1882), DE RAFFAELE FACCIOLI / DEA / BARDAZZI / GETTY

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