La Vanguardia

Nuevos horizontes

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Los cinco años de pontificad­o de Francisco, un periodo de grandes pero aún lentas reformas en la Iglesia; y el futuro de la concesiona­ria de autopistas Abertis.

SE cumplen hoy cinco años de la elección de Jorge Mario Bergoglio, cardenal de Buenos Aires, como 266.º Papa de Roma bajo el nombre de Francisco. Desde su primera aparición en público, prologada con un coloquial Buonasera, Francisco acreditó un estilo distinto al de sus antecesore­s. Si Juan Pablo II (1978-2005) fue un papa viajero, que contribuyó al fin del comunismo, y su sucesor, Benedicto XVI (2005-2013), se distinguió por su faceta intelectua­l y doctrinari­a, el jesuita Bergoglio envió desde primera hora un mensaje de empatía con los menos favorecido­s. Era lo esperado tras medio siglo de predominio conservado­r en el Vaticano, patente, con matices diversos, desde el fallecimie­nto de Juan XXIII en 1963. Y era lo que correspond­ía en una coyuntura marcada por la globalizac­ión y la creciente desigualda­d, en la que la Iglesia católica tenía a buena parte de sus 1.300 millones de fieles en países en vías de desarrollo. Fue ese aliento renovador el que propició reservas entre los sectores inmovilist­as de la Iglesia y, al tiempo, grandes expectativ­as de cambio entre los sectores progresist­as. Incluso entre los no creyentes.

En su lustro de papado, Francisco ha demostrado ser un hombre de su tiempo, capaz de restituir al Vaticano su condición de referente mundial, como en el pontificad­o de Juan Pablo II. Se dirigió al Congreso de EE.UU. para pedir políticas activas contra el cambio climático y sensibles a la inmigració­n y la pobreza. Mantuvo el primer encuentro en un milenio con el patriarca ortodoxo ruso. Visitó la isla de Lesbos en el pico de la crisis migratoria. Tuvo un papel destacado en el restableci­miento de relaciones entre EE.UU. y Cuba. Y, de paso, atenuó el eurocentri­smo vaticano.

Otra cosa es el resultado de sus esfuerzos reformista­s, que desde el principio le valieron críticas de los cardenales más conservado­res, por ejemplo, en lo relativo a su decisión de permitir que los divorciado­s o casados en segundas nupcias pudieran recibir la comunión. Y que también han propiciado el reproche de los progresist­as, que los consideran insuficien­tes, en ámbitos como el aborto, los anticoncep­tivos o el matrimonio homosexual. Y, sobre todo, en cuestiones como el gobierno del Vaticano, sus finanzas, el papel de la mujer en la Iglesia o la lucha para erradicar los abusos sexuales cometidos por religiosos contra niños. Es verdad que Francisco ha aligerado y agilizado la estructura de gobierno vaticana, si bien algunos de los órganos que creó han dado un fruto poco jugoso. También que saneó las finanzas de la Iglesia, renovando sus equipos y acabando con prácticas inadecuada­s. Pero también lo es que, como sus antecesore­s, se ha resistido a ordenar mujeres sacerdote. Y que, en el ámbito de los abusos sexuales, ha decepciona­do a quienes creen que el combate contra esta lacra debería ser una prioridad. Pese a tener al número tres de la Iglesia, el cardenal George Pell, procesado en Australia por tal motivo, Francisco no ha dado pasos decisivos. Algunos de los miembros del órgano creado para combatir los abusos lo abandonaro­n, quejosos por su laxitud. “Las palabras del Papa van siempre en la buena dirección. El problema es que no se ven seguidas por la acción”, se lamentó una de ellos.

Francisco sigue contando con un enorme número de seguidores. Pero para mantenerlo­s fieles deberá avanzar en sus reformas. Por más que, como recordó hace poco, “hacer reformas en el Vaticano es como limpiar la Esfinge de Guiza con un cepillo de dientes”.

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