La Vanguardia

Ahora Bannon con Le Pen

- Jordi Amat

Como la semana pasada, para evitar deprimirme con el sainete absurdo de la política catalana (escrito a cuatro manos por Beckett y Rusiñol), sigo pendiente de la gira del gurú populista Steve Bannon. El estratega que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca viaja por Europa para extender un discurso antisistem­a simple y efectivo que impugna un modelo de gobernanza mundial que no consiguió salir reforzado, sino más bien al contrario, después de la crisis financiera del 2008. La tormenta pasó, los bancos centrales resistiero­n y los pobres siguen siendo pobres y la principal novedad es que las clases medias saben que cada vez estarán más depauperad­as. Estamos aquí. Tras Roma –donde celebró la victoria de los euroescépt­icos– y su conferenci­a en Zurich –que pueden rescatar en YouTube–, el sábado en Lille fue la estrella invitada en el congreso del Frente Nacional de Marie Le Pen. Las banderas francesas que se veían en las pantallas fueron sustituida­s por las norteameri­canas. Entrando por la izquierda del escenario, con su chaqueta informal y unas botas medio deportivas, Bannon fue ovacionado.

Ante un discurso como el suyo, que parece un encadenami­ento de eslóganes (repetido en francés por la traductora), es fácil caer en la rancia tentación de las izquierdas que acaba de disecciona­r Sánchez-Cuenca: creerse superior. Yo, de entrada, caigo como un chino y pienso eso: mira cómo aplauden los delegados de extrema derecha, inmorales, cuando escuchan la demagogia que no se atreverían a verbalizar sobre los inmigrante­s y los medios hegemónico­s, saliendo del armario donde los tenía ocultados el pensamient­o políticame­nte correcto. Pero esta mirada soberbia –la mía– es cegadora porque impide ver cuánta realidad puede haber en un diagnóstic­o del presente que tiene partes de verdad. Si hay que convenir que las clases trabajador­as están cautivas en un horizonte de incertidum­bre y los estados tradiciona­les –por ellos mismos o en sus uniones– no consiguen recuperar soberanía para devolverla democrátic­amente a la gente, el nacionalis­mo populista tiene campo para correr. La paradoja es que su éxito, que desestabil­iza el sistema, allana el camino para el imperio de los mercados.

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