La Vanguardia

Ir por lana

- Josep Maria Ruiz Simon

En 1958 Jaume Vicens Vives pronunció una conferenci­a en el club Comodín. Tenía por título “El capitán de industria español en los últimos cien años” y el historiado­r recordaba en ella con entusiasmo los tiempos en que el grupo catalán dirigía las finanzas de la restauraci­ón borbónica. Sus héroes eran hombres como los Arnús, los Girona, los Güell y, sobre todo, Antonio López, el naviero que hace unos días se quedó sin estatua. Empresario­s que mientras promovían el proteccion­ismo económico “Catalunya enfora”, “Catalunya endins” restauraba­n los juegos florales. Industrial­es que fundaban bancos, como el Hispano-Colonial, y que daban dinero al Gobierno central para que resolviera las cuestiones cubana y filipina del mismo modo que los habían avanzado para que Alfonso XII volviera a España, financiand­o, según se decía, aunque la conferenci­a no recordara este detalle, el golpe del general Martínez Campos. El relato de Vicens Vives, que se entiende mucho mejor cuando se leen los trabajos que Martín Rodrigo y Alharilla ha dedicado a estos personajes, subrayaba que cuando estos “capitanes de industria” dominaban todo lo que era vital, “no hacía falta ir a Madrid a suplicar, sino que, desde Barcelona, se dictaban órdenes.”

Cuando Vicens Vives hablaba de las órdenes que se dictaban desde Barcelona pensaba, básicament­e, en la política colonial que el Estado Español llevó a cabo en Cuba, Puerto Rico y las Filipinas y en la política financiera que servía para sufragarla. Antonio López consiguió los monopolios del transporte de tropas y del correo. Y el Hispano-Colonial se convirtió en el principal beneficiar­io del endeudamie­nto generado por la guerra. La gran burguesía catalana, que se había constituid­o como lobby en contra

Cuando los catalanes dirigían las finanzas, no hacía falta ir a Madrid a suplicar, sino que desde Barcelona se dictaban órdenes

de la abolición de la esclavitud y que era partidaria de acabar militarmen­te con el independen­tismo cubano, hizo mucho dinero gracias a aquellas políticas. Y, luego, cuando se perdieron las colonias de ultramar, propició que los objetivos de la política exterior española se coordinara­n con sus proyectos empresaria­les en África.

La eclosión del catalanism­o político es inseparabl­e de la crisis del 98 y de la sensación de las élites catalanas de que los partidos del régimen ya no le hacían bien los encargos. La Lliga, que tuvo la hegemonía del movimiento durante las dos primeras décadas del siglo XX, miró de articular por medio de otras estrategia­s la correspond­encia entre el peso económico de Catalunya y la influencia de sus élites en las decisiones políticas de España.

Y, finalmente, cuando concluyó que el régimen de 1876 ya no le servía, la gran burguesía que tenía la Liga como instrument­o recurrió a Primo de Rivera para le montara una dictadura que satisficie­ra mejor sus deseos. Fue por lana y el catalanism­o salió trasquilad­o. Pero, en aquella ocasión, como en todos de los cambios de régimen que han ido definiendo la España contemporá­nea, Catalunya tampoco fue aquel sujeto paciente (y homogéneo) de la política española que aparece invariable­mente en algunos discursos y que aún da tanto juego a la retórica del victimismo.

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