Modernidad líquida y gaseosa
En el pueblo de mis abuelos no sobraba nada. Ni nadie. Los restos de las lechugas alimentaban a las mulas que con sus boñigas abonaban el huerto que hasta los más viejos podían plantar para poner el plato en una mesa donde la familia era para siempre.
Pero llegaron las fábricas que ya no reciclaban ni integraban y empezaron a generar basura material y humana. La lógica de la modernidad, que culmina en la histeria de la moda, sólo reconoce el valor de las personas hasta el día en que dejan de producir. Así que las relaciones de toda la vida, con la pareja, la sociedad y las instituciones, han ido sustituyéndose por contratos basura.
La modernidad es líquida, desde Bauman, pero la sociedad digital la ha convertido, además, en gaseosa. La hiperconexión nos aísla en burbujas de una opinión, sólo la nuestra, en las que la actualidad, hinchada a golpe de tuit, siempre parece a punto de estallar y hace que nos sobren los de las burbujas de al lado.
La política pierde gravedad hasta convertirse en un teatrillo donde la habilidad dominante ya no es la capacidad de aprender, sino la de olvidar para seguir creyendo lo que toque. Quienes aún están atentos a esta función pueden, si dan un paso atrás, ver las cuerdas del guiñol, porque, a base de repeticiones, es fácil aprender teoría de juegos.
A ERC le interesa más ahora repetir elecciones que gobierno, porque en otra convocatoria no tendría que volver a enfrentarse a Puigdemont, a quien no le importaría volver a situarse en el centro de otro escenario electoral, para seguir desafiando a su partido, el único que tiene todo que perder. Las CUP, en fin, son las más hábiles leyendo la efervescencia digital de la que viven y las menos interesadas en la precaria estabilidad que nos daría la formación de un nuevo Govern. Así que todos los incentivos parecen alineados para llevarnos a votar de nuevo.
Algunos se lamentan de vivir en un país en el que entre tanta moderna levedad no se legisla –ni en Barcelona ni en Madrid– desde hace meses, pero lo cierto es que la ciudadanía y la economía, en raso y corto, parecen independizarse cada día más, mal que bien, de la política. Porque, cuanto más barbaridades se oye decir a los partidos dentro de sus livianas burbujas, más sólido resulta el núcleo de bomberos, médicos, jueces, funcionarios, policías que, con el euro de las pensiones y el BCE, siguen proporcionándonos confianza para poner el despertador a las 7 h cada día, aunque lo que escuchemos después, con la primera crónica política de la mañana, sean sólo tonterías.