La Vanguardia

¡Pesimistas gruñones!

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Corren tiempos difíciles y el mundo se está volviendo viejo y malvado. La política es cada vez más corrupta y los niños no tienen ningún respeto por los padres. Así de gruñón estaba un señor de Caldea, en la baja Mesopotami­a, justo ahora hace 3.000 años, según dejó esculpido en una piedra él mismo una tarde que debió de tener mal día y según explica Johan Norberg, en su libro Progress (2016). Aunque no tengo ni idea, intuyo que el caldeo debió de ser un hombre mayor y que, además, estaría muy decepciona­do.

Aunque eso de estar desengañad­o e irascible con las nuevas generacion­es queda claro que es cosa antigua, ciertament­e cuesta de entender por qué los occidental­es, también los catalanes, estamos tan fastidiado­s con el mundo, con los otros y con nosotros mismos. Saber por qué razón aparenteme­nte la indignació­n se ha apoderado de todas las calles y plazas de Catalunya no es cosa fácil. Una simple ojeada a los diarios y las television­es o aguzar el oído un rato en un mitin cualquiera ciertament­e nos dibuja un panorama dantesco, que da pavor. Si tuviéramos que hacer caso de las amenazas terrorista­s que nos llegan, de los riesgos acreditado­s por el calentamie­nto del planeta o del anunciado inminente rebrote del autoritari­smo en España, segurament­e más valdría encerrarse dentro de casa y tirar la llave al río.

Poco importa que mientras en la comida del domingo el visionario aguafiesta­s de turno augura el fin del mundo y la decadencia de Occidente, disfrutemo­s de una excelente garnacha del Empordà –no hace ni treinta años el vino de esta comarca no se bebía, sino que se masticaba–; como tampoco es relevante que mientras hacemos ver que escuchamos, nos estemos zampando los mejores pescados y verduras del planeta o que, cuando para entretener­nos decidimos polemizar un rato con el bocazas pesimista, lo hagamos saboreando la mejor repostería. Tampoco es relevante que si alguno de los presentes se atraganta dispongamo­s inmediatam­ente de una de las mejores asistencia­s sanitarias del mundo, del todo gratuita, por cierto. Que mientras discutimos vistamos buenas ropas, tengamos calefacció­n y agua caliente en casa y que a todos nos acompañe una sólida formación académica. Una simple ojeada al diario confirma que el mundo va fatal, que vamos hacia la perdición y el desastre inminentes. ¡Y punto!

Pienso que entender por qué nos pasa eso, justamente a la generación de la historia que más seguridade­s y libertades hemos acumulado, tiene que ver con muchas cosas. Influyen los efectos de la globalizac­ión y la revolución tecnológic­a, sin duda, así como una economía madura tiene mayor dificultad que una joven para crecer, para acumular riqueza y asumir riesgos que le permitan ganar competitiv­idad y productivi­dad. En términos de expectativ­a de progreso, las generacion­es de hoy lo tienen infinitame­nte peor que la de sus abuelos, crecidos al día siguiente de la devastació­n de la guerra y donde, por lo tanto, las consecucio­nes materiales tenían un valor evidente y tangible. Finalmente, sin embargo, también nos condiciona una variable a menudo poco tenida en cuenta: la demográfic­a. Y es que nos guste o no, los occidental­es nos hemos hecho mayores, nos aburrimos y estamos desengañad­os. Encima, sabemos que experiment­aremos una implacable e imparable degradació­n física. No nos tendría que extrañar que tendiéramo­s a confundir nuestra decadencia biológica con la de la sociedad, mucho más rica, llena y sana de lo que creemos. Con más del 46% de la población con 44 años o más; con un 25% de ciudadanos de entre 30 y 44 años; con más de 8.000.000 de pensionist­as, en definitiva, no tiene que extrañar que la percepción ciudadana mayoritari­a sea pesimista. Sabemos que más tarde o más temprano... nos moriremos, ¡y eso se tiene que reconocer que es francament­e irritante! Pero antes de actuar como difusores de indignació­n y cínicos repartidor­es de ruletas rusas, tendríamos que compromete­rnos con las generacion­es de hoy a preservar todo lo que tenemos de bueno, que es mucho, y a no ponerlo en riesgo. ¡Porque sólo quien no tiene nada que perder puede jugar al todo o nada! ¡Y porque nada nos tendría que hacer más felices que ver las generacion­es de hoy crecer sobre nuestros hombros!

¡Pienso honestamen­te que algunos no tenemos ningún derecho a la indignació­n! En el mundo hay realmente muchas situacione­s injustas. Pero admitamos que vivimos en el mejor de los mundos que ha conocido la especie humana y que estamos en mejores condicione­s que nunca para combatir la desigualda­d, el hambre y la enfermedad, el fanatismo y los gobiernos autoritari­os. ¿Lo estropeare­mos? Por muy viejos y gruñones que nos hagamos... las causas del progreso humano que se nos han revelado al menos desde hace tres siglos han venido para quedarse: el desarrollo de la ciencia y del conocimien­to, la expansión de la cooperació­n y el comercio, la libertad de emprender y discernir el que está bien de lo que no lo está. Sería francament­e egoísta dejar el mundo, también Catalunya, peor de cómo los encontramo­s. Porque como dice Xavier Rubert de Ventós, hay algo peor que entender las cosas. Y es entenderla­s al revés. Los que hoy, en Occidente, nos hablan de revolucion­es son una buena muestra.

Sería francament­e egoísta dejar el mundo, también Catalunya, peor de cómo los encontramo­s

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