¿Quién ha dicho que el catalanismo ha muerto?
Tres meses intentando investir presidente de la Generalitat. Un azaroso periodo lleno de propuestas, contrapropuestas e iniciativas truncadas que no han servido para que los catalanes disfrutemos de un gobierno que gestione y resuelva nuestros asuntos y problemas. Supuestamente, elevados objetivos de alto rango nacional lo han impedido. Los dirigentes independentistas con Puigdemont al frente, vienen improvisando una estrategia con la pretensión de mantener vivo un relato ante Europa que evidencie la total confrontación con la justicia y el Gobierno españoles. Para ellos, el fin justifica los medios. Les ahorro por conocida la secuencia del despropósito. Insisto con la cuestión esencial. Por encima de las necesidades perentorias de los ciudadanos del país prima el ideal perseguido. La república, la independencia y el Estado propio, justifican la torturada trayectoria del separatismo en Bruselas y la resignada aceptación de los partidos cómplices en el Parlamento. No se trata de un capricho, es una pulsión. No es menosprecio, es una imperdonable falta de atención que explica la incapacidad de una hipotética mayoría parlamentaria para acordar la elección de un presidente y ponerse a gobernar.
No es sólo la lógica implacable de los intereses políticos. Es algo más grave. Es el peso liberado de una ideología que antepone sus aspiraciones a las necesidades de los conciudadanos. No hay maldad, hay incompetencia. Para muchos líderes separatistas, en Bruselas y en Barcelona, la república y la independencia fundamentan su quehacer diario. Tenemos que aceptar que esta mentalidad no puede ser cambiada, tiene que ser vencida políticamente. Todo sueño está perfectamente legitimado, pero el deber de un político es captar el alcance preciso de los límites de su actuación. Esta divergencia nos separa fatalmente. Puigdemont y sus correligionarios piensan que el hecho de perseguir el ideal hace viable cualquier aspiración. En la vida diaria, nadie actúa así. Parecería que la política se puede regir por criterios de conducta diferentes al comportamiento cotidiano.
Se nos ha dicho reiteradamente que el catalanismo estaba muerto. Nos lo han dicho aquí, nacionalistas y unionistas; y allí, conservadores y socialistas. Todos ellos desprecian lo que ha sido el elemento troncal de la política catalana. Se nos acusa de mantener una visión romántica y un punto anacrónica de aquello que el catalanismo puede significar para los catalanes. Nos explican, plenos de imaginación, que el pueblo de Catalunya ha mutado, y que ante la intransigencia española sólo resta la desobediencia catalana. Que todo intento de refundar el catalanismo es un deseo piadoso. Que el firme propósito de defender el catalanismo, puesto al día, que durante décadas nos ha hecho fuertes, prósperos y libres, está condenado al fracaso. En otras palabras, nos avisan, sabios, de que sólo el desafío y la insubordinación pagan. Hemos escuchado sus razones, hemos asistido pacientes a meses de improvisación, de medias verdades, de mentiras enteras, constatando que por este camino no vamos a ningún sitio. Ni podemos, ni queremos seguir. Para algunos, el tiempo es una variable irrelevante. Dicen “cueste lo que cueste hasta el final”, y se sospecha que este desenlace comporta un destino letal para nuestra cultura, lengua e instituciones de autogobierno.
Una multitud de voces autorizadas, bienintencionadas, reclaman la rectificación. Incluso, desde ERC se insinúa que sólo el cambio de rumbo permitirá dar un salto adelante. Un político nunca desespera, pero tendría que aprender de las lecciones del proceso. La más importante, averiguar si la correlación de fuerzas nos era favorable. Se nos ha explicado que quizás fuimos demasiado lejos, que el país no estaba preparado, y que no era cierto que la república y la independencia estuvieran al alcance. No basta con decirlo. Hay que explicarlo claramente al votante independentista de buena fe. Ya disculparán mi escepticismo, pero dudo de la voluntad de rectificar de los partidos que han llevado a Catalunya al penoso estado de cosas actual. Cada día que pasa perdemos una sábana de la colada. Más allá de la escenificación ingeniosa del “espacio republicano” dentro y fuera de Catalunya, resulta imprescindible la articulación política y organizativa de un catalanismo vivo, fuerte, enérgico, que devuelva Catalunya a la prosperidad. He aquí la apuesta. El catalanismo no ha muerto, está bien vivo. Sin embargo, tiene una obligación imprescriptible, tiene que aspirar a ser la voz de una parte importante del pueblo de Catalunya, batallando por la recuperación, el fortalecimiento y la proyección de nuestras instituciones de autogobierno. No deberíamos perder ni un día más.
Resulta imprescindible la articulación política de un catalanismo que devuelva Catalunya a la prosperidad