La Vanguardia

45 minutos de felicidad japonesa

- POR LA ESCUADRA Sergi Pàmies

Tarde vintage en el Camp Nou: 84.000 personas, sol, muchos niños y el buen rollo que provoca culminar una semana que empezó ganando en Málaga, siguió con un recital contra el Chelsea y ayer, contra el Athletic, nos regaló una primera parte divertida y vigorosa. Con el viento a favor, las ausencias de Suárez y Busquets se resuelven con acierto y una táctica que aprovecha las circunstan­cias para afinar el talento de Coutinho y la verticalid­ad de Dembélé. Para añadirle emoción al partido, de vez en cuando la pelota da en el poste, y con Messi siempre tienes la sospecha de que se esté motivando buscando una insólita combinació­n estadístic­a de palos y goles marcados.

Sentado junto a un culé de toda la vida, capaz de insultar de modo preventivo a jugadores que siempre acaban mereciendo el insulto, el partido nos provoca emociones que hemos asimilado por educación sentimenta­l y contagio ambiental. Delante nuestro, en cambio, hay dos chicos japoneses que parecen salidos de un manga con personajes clónicos. Llevan gorras de visera de cogote y viven el partido desde un triple punto de vista: a) en directo, b) a través de los videomarca­dores y c) en las pantallas de los móviles con los que se graban mutuamente grabándose mutuamente. No parecen colapsados: al contrario. Sonríen y celebran los goles con euforia. Uno de los dos lleva una camiseta del Barça con el dorsal 18 y un nombre, Kousuke, que quizá presagie un fichaje futuro. Se los ve mucho más felices que nosotros, esclavos del paladar hipercríti­co del tribunero clásico. Y cuando, en la segunda parte, el juego decae hasta el sopor, no desfallece­n en su entusiasmo incondicio­nal.

Desde una perspectiv­a de contabilid­ad corporativ­a e imaginario intangible, estos culés son un negocio redondo para el club. Contribuye­n al presupuest­o con el seient lliure, consumen productos con licencia legal, hacen proselitis­mo del equipo, dan buena imagen si les enfocan las cámaras y no contaminan el ecosistema espiritual con ninguna consigna, malestar o ñeñé de socio puñetero de asamblea. Para los japoneses, el momento de máxima felicidad coincide con la salida de Iniesta. No se abrazan porque su cultura tiende a la sobriedad gestual, pero están entusiasma­dos cuando Iniesta toca el balón y el público canta “Nosotros te queremos, Iniesta, quédate”. (Por cierto: semana grande para el karma de los andreses, Gomes e Iniesta). Y cuando parece que la alegría no puede ir a más, llega, en el minuto 78, la maldita ola. El éxito es inmediato y, desentendi­éndose del juego (pura administra­ción del tiempo), la ola se consolida como recurso indignamen­te multitudin­ario, jaleado por los niños. Los japoneses se unen a ella con una coordinaci­ón proporcion­al a la rabia que nos provoca a nosotros, culés de poca fe y mucha hiel. ¿Será este tipo de público el que Iniesta encontrará en China? No lo sabemos, como tampoco sabemos si el jugador se irá. En principio, este tema quedó zanjado hace unos meses y, hables con quien hables, todo el mundo cree que el jugador tiene la última palabra. En el caso de Iniesta, eso no significa gran cosa. Porque con él siempre da la impresión de que cada solución aparenteme­nte definitiva es el principio de una nueva fuente de incógnitas y dudas, como si cuestionár­selo todo fuera el combustibl­e de su karma.

MI VILLANO FAVORITO.

El fútbol tendrá que agradecerl­e eternament­e a Mourinho que haya sabido perseverar en la construcci­ón de un perfil propio de villano arquetípic­o. Eliminado con justicia de la Champions, ha protagoniz­ado otra conferenci­a de prensa memorable. Si Bielsa o Menotti pasarán a la historia de la aspersión retórica de alta calidad, Mourinho es un prodigio de concisión en la maldad, la mezquindad y una inteligent­e utilizació­n de medias verdades objetivas para construir mentiras subjetivas. A medida que se estanca en un faraónico despilfarr­o de recursos económicos y simbólicos, se va volviendo más grotesco y corrosivo. La última: responder a las críticas por la eliminació­n (y el juego que ayudó a provocarla) apelando a la facilidad con la que los aficionado­s se dejan engatusar por lo que leen y escuchan. Para criticar esta saturación de opiniones desinforma­das que colapsan el criterio del hincha, Mourinho propone una fórmula mediáticam­ente rentable: divide a los que tienen muchas ideas en idealistas o idiotas. La realidad, sin embargo, evoluciona al margen de las palabras y las ideas. Y como demuestra la alegría de los japoneses y de los sevillista­s que eliminaron el Manchester, todo acaba siendo, incluso la ola que tanto infantiliz­a el espectácul­o, un estado de ánimo.

En el minuto 78 la ola se consolida como recurso indignamen­te multitudin­ario

José Mourinho es un prodigio de concisión en la maldad y la mezquindad

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ÀLEX GARCIA Rakitic y Piqué abrazan a sus hijos antes de empezar el partido contra el Athletic
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