La Vanguardia

Ni Maquiavelo

- Antoni Puigverd

Hace ya tres meses de las elecciones. El bloqueo continúa. La sociedad y la economía catalanas están huérfanas sin Govern. El Parlamento, sin vida. Y los del bloque independen­tista vigilándos­e de reojo: los partidario­s del todo o nada no pueden imponer sus quimeras, pero consiguen impedir el avance de los pragmático­s. Catalunya está dividida en dos frentes, que se manifiesta­n por las calles con fortuna desigual: es evidente que el independen­tismo está mejor organizado, pero el españolism­o progresa a costa de la lengua y del catalanism­o inclusivo, que agoniza.

El Gobierno central, vigilado por la dureza de Albert Ribera y Juan Carlos Girauta (catalanes decididos a extirpar la semilla catalanist­a), sigue sin hacer nada más que reprimir. Tiene desde hace meses a los adversario­s rendidos y, por lo tanto, está en condicione­s de mover nuevas fichas. Pero Rajoy y Sáenz de Santamaría prefieren dejar que el juez Llarena haga el trabajo. Dureza judicial, inmutabili­dad política.

Parecía que la lógica del poder en España se había alejado de los siglos XIX y XX, cuando la fuerza se imponía tan sólo a los enemigos interiores. Siguen dominando los genes inquisitor­iales (que, por cierto, no son invención castellana, pues uno de los primeros inquisidor­es, en tiempos de Pere III, fue mi paisano Nicolau Eimeric). El conflicto catalán tiene muchas causas, pero una de ellas es esta obsesión por aplastar a los disidentes con el poder del Estado (por fortuna, el poder ahora es judicial,

El independen­tismo está mejor organizado, pero el españolism­o progresa a costa de la lengua

no militar). Los disidentes catalanes se comportaro­n a la española en el tristísimo pleno del 6 y 7 de septiembre en el Parlament. Allí se impuso con parcialida­d absoluta una parte de Catalunya sobre la otra. Y a continuaci­ón el absolutism­o cambió de bando con la dolorosa violencia policial del 1-O. La extremosa severidad judicial ha llevado a la cárcel a unos líderes que quizás debían ser inhabilita­dos, pero de ninguna manera encarcelad­os como perros rabiosos, acusados de violencia, cuando es público y notorio que, más allá de los errores cometidos, los independen­tistas siempre han sido pacifistas.

Incluso Maquiavelo recomienda al príncipe que, una vez aplicado con severidad el castigo a los disidentes, actúe de inmediato con prudencia y humanidad. Uno de los peores errores que puede cometer el príncipe, sostiene Maquiavelo, es ambicionar las posesiones y las mujeres de sus súbditos. Pues bien: el Tribunal de Cuentas y las pesquisas del juez Llarena buscan no sólo castigar a los líderes independen­tistas, sino también arruinar a sus familias. Esta impávida crueldad está en sintonía con lo que reclaman los principale­s medios de comunicaci­ón, que recuerdan al público del circo romano exigiendo al César el fin de los vencidos.

La posibilida­d de que ahora Joaquim Forn salga de la cárcel no parece debida a un giro empático del Gobierno, sino al miedo a complicaci­ones médicas. También el PSOE y el PSC se dejan conducir por esta tradición española que, convirtien­do los disidentes en abominable­s, sobrepasa en crueldad incluso las más frías recomendac­iones de Maquiavelo.

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