Las realidades aparentes
En la película Algunos hombres buenos ,un fanático Jack Nicholson (al que, como a Brando, le bastan pocos minutos para apoderarse de la escena) en el papel de un coronel del cuerpo de Marines de Estados Unidos y dirigiéndose al abogado defensor, interpretado por Tom Cruise, le dice a este, en su alegato final ante la corte: “You can’t handle the truth” (“No puedes manejar la verdad”).
Se me antoja que el sentido de esta frase es que hay verdades que están ahí, listas para ser descubiertas, reconocidas, asumidas y aceptadas. El punto es cuán dispuesta está una persona a tratar esa verdad. Saber entenderla y aceptarla: manejarla.
Realidad es lo contrapuesto a la apariencia y también a la simple posibilidad: lo real no es lo aparente, ni lo simplemente posible. Nadie nos dice qué es la realidad, pero parece que se forma por el encuentro entre lo que sucede y nuestra forma de percibir lo que sucede.
En esta cultura hedonista nuestra, tratamos de reducir la realidad a la apariencia reconvertida y ajustada a nuestros deseos, intereses o falsedades, lo que nos evita afrontar las cosas tal como son, despojadas de nuestros prejuicios e intereses. Y así vivimos, en un mundo de realidades aparentes, medias verdades y mentiras completas: lo que parece real no lo es y lo que es real no lo parece.
La realidad aparente es una especie de nueva desapropiación de la identidad personal y cultural de los ciudadanos. Supone una pérdida de su capacidad de juicio (crítico) y análisis. Es relativamente sencillo que en este mundo de la urgencia las noticias que recibimos contengan menos y peor información que nunca. Al receptor no le interesa ya el qué ha ocurrido sino el hace cuánto ha ocurrido. Todo va tan rápido que la verdad ha dejado de interesar en beneficio de la primicia, que es objeto de permanente competencia entre los medios.
Las realidades aparentes despuntan, con brío, en el páramo resultante de lo que Arcadi Espada llama “la deforestación intelectual y moral de una parte de la población española”. Y en un corto espacio de tiempo, los medios nos han servido apariencias travestidas en realidad, en situaciones emocionalmente dramáticas, provocando una conmoción tras otra.
Hace poco, en una de estas representaciones para el público, hemos asistido al cinismo extremo de la asesina de un niño indefenso, que, aprovechando la presencia de los medios, hace un alarde repugnante de contorsionismo gestual y moral.
El casting de este drama ha ofrecido otras escenas, algunas durísimas, como la de una madre dolorosa y llena de buen sentido, o la de un padre desbordado por una realidad de la que no se ha enterado hasta que le han echado a la cara la terrible verdad, y otras confortadoras, como la de unos guardias civiles tenaces, que han manejado el esclarecimiento del crimen con sobria escenografía.
Con el estrambote de la discusión, áspera y polarizada, sobre la duración de la prisión que espera a condenados huesos duros de reinsertar.
Las apariencias desafían al mundo real, tiñendo lo ordinario de misterio, como hacía con sus obras Magritte, pintor surrealista belga, que agujereaba la realidad y, de paso, sembraba el temor al desconcierto y al abismo. Su obra de culto, Esto no es una pipa, nos obliga a desconfiar, una vez más, de lo que vemos. Y nos sitúa ante juegos de pensamiento que cuestionan la realidad de forma radical.
Algo así como el pantuflismo de un intrépido periodista metido a redentor, que huye de la justicia y se instala en un país aliado, donde sus conmilitones le amparan sin vacilación, y desde el que denigra al país de su carnet de identidad. Sin abdicar de una pretensión zarzuelera, como es la de dirigir la segunda región española por población desde un chalet situado a media hora de Bruselas. Contando este, ya son tres los focos encendidos para alimentar la leyenda de la eterna España negra: Suiza, con otra fugada transmutada (siempre la realidad aparente) y el Reino Unido, donde un obcecado entrenador se niega a quitarse el lazo y dice que sólo obedecerá a quienes le pagan.
Entre tanto sigue la función y el president peregrino aprovecha para hacer bolos por países sin delitos de rebelión en sus códigos penales, en los que hace las delicias de auditorios entregados al aplauso, sobre todo cuando trata de asuntos tan vintage como el Valle de los Caídos y Franco. Pero cuando le ha tocado debatir con Xavier Vidal-Folch, que no le ve de polvo, ha pinchado en hueso.
Si nos detenemos a pensar sobre la naturaleza de lo real y nuestras suposiciones tácitas con respecto a ella, nos encontramos con que se han encendido las luces de alarma cuando los pensionistas iniciaron la revuelta, exigiendo lo imposible a quienes alardearon de que estamos en la senda del fin de las penalidades y el comienzo de la recuperación.
Esto pasa porque, quienes deberían hacerlo, no se atreven a mentar la realidad de que no se pueden indexar las pensiones con el índice de precios al consumo sin quebrantar los diques del déficit. Nos encontramos ante juegos de pensamiento que cuestionan la realidad de forma radical.
A jueces y fiscales les está tocando desempeñar un papel que va más allá de la defensa de la legalidad. Lo que les correspondería a los políticos, la defensa del Estado de derecho y la soberanía nacional, tropieza con los planteamientos puramente tácticos de las conveniencias y los mapas electorales, que llevan de bruces al desgobierno.
A través del uso de pinturas que confunden con ventanas, o espejos que reflejan lo que queda detrás, Magritte cuestionaba la lógica, para “desfamiliarizarnos con lo que estamos familiarizados”. La práctica de la estricta división de poderes es esencial para distanciar el terreno gubernativo del judicial y quitar argumentos a quienes, desde otras instancias contenciosas, esperan agazapados para seguir impartiendo lecciones.
El episodio del senegalés, con una cardiopatía congénita, cuyo infarto fue aprovechado por los radicales para sembrar caos y pánico en Lavapiés, ha puesto de relieve una vez más el desconcierto municipal, pues a la falta de reflejos para apuntalar el orden ha habido que añadir la ofrenda de una concejal que, desde la institución municipal, ha achacado a la xenofobia institucional “el pecado de ser negro, pobre y sin papeles”. La escena de los dos policías que le asistieron e intentaron reanimar fue interpretada, de forma malintencionada, como agresión. La realidad aparente.
Vivimos día a día un continuum de realidades aparentes o, mejor dicho, de apariencias que obligan a buscar su esencial realidad, para discernir lo bueno de lo malo y lo importante de lo accesorio; esa búsqueda nos lleva a navegar por las aguas de la indecisión y el desbarajuste.
Y es que a la mayoría le gusta que le digan qué hacer, qué creer o por dónde caminar. Y la realidad aparente que se nos exhibe acarrea la necesidad de ser llevado por otros, aunque se tenga la evidencia delante de los ojos. Esto desconcierta, muchas veces intencionadamente, al espectador y desafía sus mecanismos de percepción habituales, al enfrentarlo a elementos a priori dispares e incompatibles entre sí.
Las apariencias desafían, una y otra vez, al mundo real, que se torna en un surrealismo delirante, cuando desencadenan ruidosas tomas de posición, amparadas por la ausencia de liderazgo social, que ha sido sustituido por desatadas redes sociales, amplificadas por el altavoz de unos medios ansiosos por acaparar protagonismo y servir, una tras otra, realidades aparentes.
La verdad no se maneja porque ha dejado de ser importante. La apariencia de realidad es el nuevo principio porque es más barata y no va a ser contrastada. Obviamente, por la velocidad del mundo, pero también por la desgana intelectual generalizada, especialmente en la clase media.
Todo va tan rápido que la verdad ha dejado de interesar en beneficio de la primicia
Nos encontramos ante juegos de pensamiento que cuestionan la realidad de forma radical