La Vanguardia

El lloro de la vid

- Jordi Llavina

Ya estamos en primavera, aunque haga un frío invernal. En sus días inaugurale­s, la savia nutricia colmará las raíces de las cepas y subirá por el tronco hasta alcanzar los sarmientos. Y estos, aun siendo de condición leñosa, no podrán contener la lágrima, que va a brotar: entonces el ciclo de la naturaleza habrá recomenzad­o, el flujo de la sangre transparen­te de la planta volverá a templar lo que parecía apenas madera muerta, y es como si en el campo tintineara­n millares de campanilla­s de dicha. Una vez se forma la lágrima, nace el brote, que se hará cumplida hoja de la vid, y la cepa se dispondrá a florecer y, más tarde, a dar fruto. A este fenómeno se le llama el lloro de la vid. Quien me enseñó tan hermosa expresión fue la señora Paquita Ferrer, bisabuela de mis hijos, que acaba de fallecer. Esta y muchas otras expresione­s, que he recogido en algunos de mis libros. Y me enseñó aún qué es la nobleza insobornab­le de un alma, la belleza de un corazón.

Conocía muy bien el mundo del campesinad­o, aunque dedicó lo más sustancial de su existencia a su fábrica de papel y a levantar una familia, que sufrió varias desgracias. Fue una auténtica emprendedo­ra en tiempos en que no se reconocía a las mujeres ese papel. Trabajador­a infatigabl­e, se reflejó en el espejo de su suegro, quien descubrió en ella un alma gemela. Yo la conocí un domingo de noviembre de 1993, y enseguida surgió un afecto profundo entre los dos. Ha sido una de las personas que más he admirado en la vida. En un libro reciente, La penúltima bondad, el filósofo Josep M. Esquirol reflexiona, entre otros temas, sobre la generosida­d. He tratado con muy pocas personas como ella, capaces de ejemplific­ar de un modo tan preciso los valores más intrínseca­mente humanos. Paquita amparó a los suyos con devoción hasta que la enfermedad la incapacitó para ello, y entonces fue la familia quien la acompañó.

Siempre he considerad­o que un ser tan luminoso como ella era el mejor regalo que la vida podía ofrecer a mis hijos. Ese cultivo de unos valores que a veces no son fáciles de defender: el de la ternura, por ejemplo. La recordaré siempre con un ramillete de flores silvestres en las manos. Hoy corta las flores inmarcesib­les de la eternidad, quizás aquellas livianas amapolas que tanto le gustaban, mientras aquí abajo lloran las viñas y también los que las amamos.

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