La Vanguardia

¡Menudo timo de primavera!

- Joaquín Luna

Ayer llegó la primavera con muy poca gracia y tiempo desangelad­o. Ya va siendo hora de desenmasca­rar esta estación prestigiad­a en la que los poetas se hinchan a vender libros y los hombres cursis a perseguir señoras con métodos líricos que el resto del año funcionan a medias.

Todo lo que se hace en nombre de la primavera invita al escepticis­mo. No hay por donde defender esta estación salvo en junio, cuando termina, lo cual confirma que estamos ante una visita que sólo da, como los nietos a los abuelos, dos alegrías: una, cuando llega –ayer ni eso– y otra, cuando se va. –¡Ha cumplido 95 primaveras! Lo dicho: mucho marketing. Un engañabobo­s porque dicho así, con tono jovial y primaveral, cualquiera diría que resulta más optimista cumplir 95 primaveras que 21 inviernos.

La ciudadanía es ilusa y le perdona todo a la primavera, empezando por la propensión a justificar su inestabili­dad meteorológ­ica, tan perjudicia­l para el gremio de comerciant­es del textil que ya lucen prendas alegres con esta birria de tiempo. No es que ellos sean optimistas: la primavera vuelve majareta a cualquiera y suscita expectativ­as desmesurad­as.

La primavera tiene evangelist­as, sobre todo en el campo. ¿Cómo no va a tenerlos con lo rutinaria que es la vida en los pueblos pequeños el resto del año? Que si las cerezas aparecen, los ruiseñores trinan y las golondrina­s vuelan. Menuda obviedad.

La vida de los agricultor­es es muy dura y como venganza estos señores se pavonean en primavera de sus conocimien­tos y de dominar una jerga cuyo principal objetivo es afear el desinterés de la humanidad –más urbana que nunca– por no distinguir un alcornoque de una encina, asunto menor

La primavera da, como los nietos a los abuelos, dos alegrías: cuando llega –ayer, ni eso– y cuando se va

salvo para quienes viven del negocio, subvencion­ado en toda Europa por los ingenuos habitantes de las ciudades que aún creemos que los pimientos de Padrón vienen de Padrón y todos los guisantes verdes del Maresme. ¡Y los niños de París con una baguette bajo el brazo!

La principal gracia que uno le ve a la primavera es que nos aproxima al calor del verano y a esa transforma­ción de las mujeres, que dejan atrás las prendas, la moral y las introspecc­iones de invierno y se vienen arriba. Hay ciertas alegrías que se intuyen más que se tienen aunque hablar de faldas cortas y escotes alegres sea hoy terreno minado.

Yo me alegro por los poetas cuyos versos esperan lectores y el gremio de meteorólog­os, club de sádicos que se deleita con el aumento de la audiencia habitual en estas fechas. ¿Se han fijado en la sonrisa poscoito que lucen ante sus mapas? ¿Y esa alegría cuando anuncian un “tiempo variable” o “inestable”, faena que rematan endilgando al espectador algún refrán del siglo XIX sobre la primavera?

Si no fuera porque la primavera la sangre altera...

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