El bello y la bestia
Cuando supe que después de años de dificultades se estrenaba la adaptación fílmica de la novela La piel fría pensé que esta película podía contener una escena casi nunca filmada: la que respondía a las páginas del libro de Sánchez Piñol donde se describía minuciosamente la relación sexual entre el hombre que habitaba la isla y una anfibia surgida del mar. Esta escena prácticamente no tendría precedentes en la historia del cine, que nos ha acostumbrado a mostrar todo tipo de variaciones sobre los encuentros amorosos y sexuales de la bella y la bestia, pero que no nos ha dejado ver lo mismo en la situación invertida.
Desgraciadamente, el filme de La piel fría eludía esta dificultad, con el argumento de preferir una elipsis que hiciera volar la imaginación. Una elusión que de hecho venía a confirmar cómo impera el deseo masculino en la mirada habitual del cine sobre los cuerpos. Es decir, en una relación de este tipo, la mirada fílmica descansa sobre el personaje masculino. Y esta mirada no tiene ningún inconveniente en identificarse con una bestia que mira el cuerpo de una mujer deseada. En cambio, hacer lo contrario supone una auténtica inversión del sistema habitual de representación, en el que casi nadie se quiere meter.
Y sabiendo esto, llega La forma del agua. Por mucho que se hable del gasto para hacer atractivo el personaje del monstruo anfibio que vive la historia de amor y sexo con la chica que lo cuida, lo que ha acabado haciendo Guillermo del Toro es incidir en el dispositivo de siempre, con todas las variables románticas que se quieran añadir. Cuando la historia visualmente interesante de La forma del agua, desde este punto de vista, habría sido que se invirtieran los papeles y hacer, por una vez, que el bello y la bestia crearan un nuevo imaginario del cuerpo deseado. Como cineasta que no
La relación sexual entre un bello y una bestia en una película pondría en crisis la mirada dominante masculina
evita las dificultades dramatúrgicas, Guillermo del Toro sería capaz de hacerlo, pero probablemente ni ha pensado en esa posibilidad, lo que es aún más revelador.
El sistema de producción habitual del cine, el comercial pero también el independiente, rara vez arriesga en las cosas realmente innovadoras, capaces de trastornar las normas no escritas. El cine mayoritario busca la empatía de los espectadores, y en este terreno, hasta ahora, es absolutamente dominante la mirada del deseo masculino. Y eso de lo que estamos hablando lo prueba: la relación sexual entre un bello y una bestia pone en crisis esta mirada dominante, porque obliga a situar en otro ángulo el punto de vista y el deseo que conlleva, y por tanto escarba en los motivos de esta interdicción.
Agnès Varda insiste a menudo en que la gran renovación que las mujeres cineastas pueden aportar es volver a construir la mirada sobre los cuerpos, que el cine hecho por hombres ha consolidado como si no hubiera alternativa. Como mínimo se trata de ser conscientes de ello: el cine se construye no sólo a partir de lo que vemos sino lo que se nos oculta, porque la norma es invisible y es muy difícil cambiarla. Pero no es imposible, afortunadamente.