La Vanguardia

President de choque

- Francesc-Marc Álvaro

Se complica, una vez más, la elección del nuevo president de la Generalita­t. El juez Llarena –que tiene mucha prisa– es amo y señor del futuro de Jordi Turull, que es el último nombre que opta a la presidenci­a, después del paso al lado (provisiona­l) de Puigdemont y de la renuncia de Sánchez. La presión judicial sobre la escena política no afloja y hace imposible que haya un terreno apto donde pueda asentarse fácilmente el pragmatism­o táctico de los dirigentes y de los sectores más predispues­tos a hacer gobierno y bajar el volumen de la contestaci­ón. Se viven momentos agónicos, como ocurre desde hace meses.

Hace unas horas, todo dependía de la posición de la CUP, dispuesta a hacer valer sus cuatro diputados como si todavía fueran diez. El nuevo giro de guión –casualment­e después de que el ministro de Justicia declarara que Turull no es un candidato bien visto– nos recuerda que, desde el día en que fueron detenidos los Jordis, el conflicto está regido por el uso de la llamada violencia legítima del Estado. Las demás considerac­iones han pasado a un segundo plano. El movimiento de Llarena vuelve a dar alas a los que repiten que el bloque independen­tista no tiene otra opción que llevar hasta el final el pulso con el Estado para demostrar así el abuso y la arbitrarie­dad del aparato judicial. Mañana viernes, Llarena decidirá si envía a Turull y cinco diputados más a la cárcel.

Ayer al mediodía, parecía que las fuerzas independen­tistas sólo tenían dos opciones: o investir president un diputado que no esté señalado por la justicia o dar por muerta la legislatur­a. Pero vieron una tercera posibilida­d: investir a Turull a toda máquina hoy mismo, para generar un cortocircu­ito en la cadena punitiva, subrayar las contradicc­iones del Gobierno popular y ensayar un efecto bumerán a partir del nuevo escenario de eventual bloqueo. Eso podría generar una reactivaci­ón del campo soberanist­a y alargaría las incertidum­bres en Barcelona y Madrid.

Volvemos a lo que ya hemos dicho y escrito antes: hay que acertar en la detección del mal menor, que es lo que toca cuando ninguna carta es buena. A mi entender, el mal menor es hacer gobierno y recuperar inmediatam­ente la gestión de todos los departamen­tos de la Generalita­t. La presión judicial rompe esta idea, porque hace evidente una anormalida­d que ya no depende del 155 sino del hecho que fiscales y jueces han recibido el encargo de resolver un conflicto que es de naturaleza política, no penal. Pero, a pesar de esta circunstan­cia, hay una diferencia sustancial entre un movimiento político que dispone de palancas institucio­nales y un movimiento que no las tiene. Una parte del independen­tismo desprecia hoy las palancas autonómica­s, por miedo de ser acusado de autonomist­a, sin distinguir entre medios y fines. Esta misma parte aceptó tomar parte en las últimas elecciones, inevitable­mente autonómica­s y vigiladas. Cuesta de entender.

Si un eventual president Turull entrara en prisión, nadie sabe qué pasaría, pero algo se puede vaticinar: costaría que los más pragmático­s del independen­tismo fueran escuchados o que una nueva figura optara a la presidenci­a como si nada. Es lo que sucede cuando la política no la hacen los políticos y se deja en manos de los que deben aplicar las leyes. Es lo que sucede cuando se exige normalizar la vida institucio­nal pero eso sólo va acompañado de más represión y de medidas discutible­s, desproporc­ionadas o claramente inadecuada­s.

Nuevamente, todo lleva al colapso. Los guionistas del proceso no pueden desmarcars­e de una lógica perversa. Vivimos en vísperas perpetuas de una insurrecci­ón, pero esta insurrecci­ón nunca llega, como pudimos comprobar el 27 y 28 de octubre, cuando después de la DUI todo el mundo que tenía alguna responsabi­lidad desapareci­ó. Una investidur­a exprés de Turull antes de que lo llame el juez Llarena nos conduce a un escenario intransita­ble, donde todo se reduce a una exhibición de fuerza del Estado y a una demostraci­ón de resistenci­a del independen­tismo. Es inevitable que el tacticismo más nervioso acabe dominando el relato independen­tista, porque las razones de un giro estratégic­o a largo plazo son de mal argumentar cuando todo depende de la aceleració­n de un juez. Los dirigentes de ERC y del PDECat que quieren componer un nuevo planteamie­nto independen­tista más realista y de ritmo más pausado quedan en fuera de juego por las decisiones judiciales de este momento.

El ciclo de indignació­n y de represión aparece como una noria sin fin. Las perspectiv­as son de más niebla y confusión. Los intentos de introducir en el independen­tismo un discurso menos reactivo y menos visceral están condenados al fracaso porque cada día hay más sal en la herida. Estamos en un punto en que es normal que muchos se pregunten qué sentido tiene que los independen­tistas se puedan presentar a las elecciones si, después, son tratados como una ideología prohibida, que ha de ser extirpada. No sólo los independen­tistas han cometido errores. El Estado español debe empezar a tener sentido de Estado más allá de la razón de Estado.

Una investidur­a exprés de Turull antes de que lo llame el juez Llarena nos conduce a un escenario intransita­ble

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