La Vanguardia

La (in)dignidad

- Imma Monsó

Decídase, señor Rajoy. Decida de una vez qué medidas tomar sobre las condicione­s en que viviremos los ancianos que todos seremos dentro de cuatro días, que el tiempo pasa muy deprisa en este maldito siglo. Para los ancianos actuales tengo menos esperanzas: cuesta creer que alguna medida suya pueda llegarles, es probable que para ellos el inmovilism­o de su Gobierno se convierta en un veneno letal. Y a eso voy, a la letalidad, que ese veneno suyo de la inacción es demasiado lento: o abren ustedes de una vez el debate sobre la eutanasia o dignifican ustedes la dependenci­a. O una buena ley de la eutanasia que nos permita desaparece­r cuando la pensión no nos llegue ni para morfina o una buena red de cuidados paliativos que nos permita vivir en estado de dependenci­a pero dignos y contentito­s. Las dos cosas a la vez serían lo ideal, claro. Pero “no se puede tener todo” es una de sus frases fetiche. Pongamos que le creo, por no perder ya más tiempo. En ese caso, elija sólo una. O elija otra.

Abrir el debate sobre la eutanasia para facilitarl­a en caso de sufrimient­o intolerabl­e es algo que debería quitarle el sueño. Pero lleva su Gobierno postergánd­olo año tras año, partidario como debe de ser usted de “morir con normalidad”, o sea, sin decidir nada de nada. No crea que no le entiendo. Es natural que uno quiera morir como vivió. Además, postergar la muerte hasta que llega por sí sola es casi casi ley de vida. De hecho, cuanto más ancianos dependient­es conozco, más me doy cuenta de que nos adaptamos a todas las etapas de nuestra vida por duras que sean. Más me doy cuenta de que las personas encontramo­s vida donde apenas la

Me lo imagino, señor Rajoy, diciéndose a sí mismo: “Hay que morir con normalidad”, o sea, sin decidir nada

hay, y me doy cuenta de que el tramo final de la vida, aun en condicione­s de deterioro extremo, no es menos digno de ser vivido que cualquier otra etapa. Donde haya un soplo de vida hay que respetarla siempre, aunque sea vida resignada, vida difícil, vida empequeñec­ida. Por no hablar de los felices y bienaventu­rados, que a más de uno he visto yo más feliz en estas condicione­s que cuando estaba cuerdo y en buen estado mental y físico. Pero para eso se necesitan cuidados. Infraestru­cturas, pensiones de dependenci­a generosas, una política versada en la ética del cuidado y no en la del sálvese quien pueda.

Pero con su Gobierno, nada: ni una cosa ni otra. Ni podremos pedir la muerte legalmente sin meter a la familia en el lío padre ni podremos vivir con cuidados paliativos de calidad y pensiones dignas. Y eso sí es indignidad. Porque en un Estado que obliga a pensionist­as, ancianos y enfermos a salir a la calle, en un Estado que ha descuidado sistemátic­amente todos los debates sobre el bienestar de los más vulnerable­s, ni los ciudadanos pueden vivir una vida digna ni los gobernante­s merecen respeto alguno.

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