La insostenible coartada del sacerdocio
Hay en la Iglesia católica un doble techo de cristal con el que topan las mujeres, sean religiosas o seglares, en el acceso a cargos de responsabilidad. El más elevado –y hoy por hoy infranqueable– es el que marca el sacerdocio: algunos puestos implican la administración de los sacramentos, para lo cual se precisa ser sacerdote. Pero bajo ese techo hay otra barrera, esa sí franqueable, contra la que siguen estrellándose las aspiraciones femeninas. Son cargos sin obligaciones sacramentales, y por tanto abiertos a las mujeres, pero que aún tienden a recaer en curas.
Una mujer puede ocupar puestos en la curia romana y en las curias diocesanas; ser rectora de una universidad pontificia o católica, o decana de una de sus facultades; y ser nuncio (embajador) del Papa, entre otras cosas. Pero ocurre muy raramente. Una cultura masculina del poder, junto a las redes informales de cooperación entre varones –mecanismo este idéntico al que se da en la vida laboral civil–, y unas dosis de misoginia, hacen que también en esos ámbitos predominen los hombres. Con suerte, algunos de ellos son laicos.
Es cierto que se van produciendo avances, y uno reciente lo tenemos bien cerca: el pasado septiembre, el cardenal Juan José Omella, arzobispo de Barcelona, nombró canciller de la archidiócesis a una mujer laica, Màrion Roca Sagués. En Roma hay subsecretarias en dicasterios vaticanos; y una periodista española, Paloma García Ovejero, es viceportavoz de la Santa Sede. En países anglosajones, las mujeres, consagradas o no, están muy presentes en la comunicación, auténtica punta de lanza de visibilidad social. El sacerdocio como excusa para que los hombres de Iglesia aparten a las mujeres de la toma de decisiones es insostenible. En el siglo XXI, esa coartada ya no funciona. Si una señora ejerce de nuncio en un país y se encuentra con que hay que decir misa en un acto, se la encarga a un sacerdote, y punto.