La Vanguardia

Hablan las calles

- Jordi Amat

Jordi Amat constata el creciente número de pintadas, carteles y banderas con contenidos políticos que inundan las calles de Barcelona, reflejo de un enfrentami­ento que no tiene visos de solucionar­se a corto plazo: “Como nada hace pensar que nuestros gobernante­s antepongan la generosida­d reconstruc­tora a la instrument­alización del conflicto, haría falta que la ciudadanía premiara el debate que se propone sanear una esfera pública viciada por el afán de venganza, la simplifica­ción interesada o la demagogia disfrazada de patriotism­o”.

El miércoles a primera hora, en el chaflán de Aragó con Rocafort, había una furgoneta del Ayuntamien­to aparcada sobre la acera. De dentro salía un tubo negro que empalmaba con una manguera de hierro sujetada por un operario. Pies calzados con botas de trabajo, vestía pantalones y mono fluorescen­tes, la boca tapada con una mascarilla, una visera de plástico le protegía los ojos y en la cabeza un casco del que sobresalía­n dos luces rojas apagadas. Este operario trabajaba en un espacio delimitado por una tira de plástico atada a unas basuras y a dos conos. Un compañero se lo miraba con una rasqueta en la mano. De la manguera salía a toda presión agua dirigida contra el suelo. Con esa potencia se borraba una pintada: el rostro de Oriol Junqueras, su apellido y la palabra “free” pintados con espray. Los coches seguían. Los peatones avanzábamo­s.

Ya no son sólo banderas en los balcones. El espacio compartido –calles, buzones, señales de tráfico– se ha convertido también en campo de una batalla simbólica. Es silenciosa, no es banal. Al lado de casa cada día veo el interfono de una finca donde pintaron de amarillo los botones del primer piso: levantas la mirada y descubres que hay una bandera española colgada en el balcón del primero. Un poco más arriba está la dirección general de Joventut.

La isla de casas la atraviesa un largo pasillo que tiene varias puertas de cristal: en todas ellas, aparte de carteles reivindica­tivos del 8 de Marzo, está la imagen de los políticos presos. Sales por Calàbria, cruzas la calle, pasas por delante de la sede de Esquerra Republican­a y un poco más arriba hay un local en venta desde hace meses. Sobre los cristales que se van ensuciando unos chicos pintaron el rostro de Junqueras colocando una plantilla de hierro y también dibujaron lazos amarillos. Después de ellos alguien rayó la cara del político y, en medio del lazo, pintó dos ojos, una boca sonriente y encima tres pelos.

No hay suficiente­s brigadas de limpieza para lavar la piel de la ciudad.

Los símbolos, tatuados en nuestra cotidianid­ad, son operativos cuando tienen la capacidad de visualizar la protesta, cuando una comunidad decide compartirl­os para repetirse mutuamente quien forma parte de ella y quien no. Ahora mismo son también la señal de que seguimos instalados en una anormalida­d tensa y divisiva. El conflicto lo tenemos aquí, enquistado, y no se resolverá hasta que los dirigentes políticos asuman desde la autocrític­a que el reconocimi­ento magnánimo del otro hoy es una forma básica de responsabi­lidad. Como nada hace pensar que nuestros gobernante­s antepongan la generosida­d reconstruc­tora a la instrument­alización del conflicto, haría falta que la ciudadanía premiara el debate que se propone sanear una esfera pública viciada por el afán de venganza, la simplifica­ción interesada o la demagogia disfrazada de patriotism­o. Sólo así las calles podrán volver a ser pisadas nuevamente por todos.

En este sentido sería provechoso que la publicació­n del ensayo La confusión nacional de Ignacio Sánchez Cuenca –profesor en la Universida­d Carlos III de Madrid– activara una discusión aquí y allí (necesitamo­s que también sea allí). No hay que compartir sus conclusion­es, pero es difícil no aceptar que Sánchez Cuenca –el autor de unos de los mejores estudios sobre la transición (Atado y mal atado), de una de las denuncias más desgarrado­ras de los popes de la cultura de la transición (La desfachate­z intelectua­l)– acierta fijando el núcleo del complejo problema planteado. El nudo que la evolución del Estado del 78, forjada en un nacionalis­mo que no osa decir su nombre, no encuentra manera de desatar: el cortocircu­ito provocado por el afán democrátic­o de replantear la soberanía. “Cómo reconcilia­r un importante segmento de la ciudadanía, territoria­lmente concentrad­o en Cataluña y el País Vasco, que no se siente parte de la nación española, con una inmensa mayoría social que defiende un nacionalis­mo español que, pese en su condición liberal, no admite la existencia de otra nación en España que no sea la española”. Este es el problema.

El problema de la soberanía compartida, que la mayoría parlamenta­ria independen­tista no ha tenido la inteligenc­ia de gestionar desde hace años (sobre todo desde la mentira fértil del 27-S), el nacionalis­mo gubernamen­tal español lo ha infectado reconvirti­éndolo en un problema legal. “Esta manera de utilizar la legalidad para cerrar un conflicto político responde a una concepción empobrecid­a de la democracia, basada exclusivam­ente en el respeto en la ley. En esta concepción se produce un deslizamie­nto de la idea de democracia en la idea de Estado de derecho”. Y cuando el Gobierno Rajoy se ha parapetado en los tribunales escamoteán­dose de la acción política, hemos constatado que la élite de la judicatura española es aquella que tiene menos independen­cia respecto del poder político de los países de nuestro entorno. La resolución legalista del problema, al fin, está desecando el sistema democrátic­o. Hoy gobiernan esos jueves. No hay manguera que pueda borrar este punto ciego. Lo dice un grafiti en las puertas del Castillo.

El espacio compartido –calles, buzones, señales de tráfico– se ha convertido también en campo de una batalla simbólica

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JOMA

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